Nostalgia

¿Se puede sentir nostalgia por lo que no se vivió en carne propia? ¿Nostalgia por lo vislumbrado? Se puede, obviamente. Yo siento nostalgia por la Unión Soviética. O mejor dicho, por la imagen que tuve —que tuvimos— de la Unión Soviética. Porque con los años nos enteramos de que aquello que nos mostraron era en alguna medida una construcción. Aquel paraíso de niños rubios y sonrientes, caminando hacia la escuela por avenidas futuristas, saltando en floridos campos, lanzando bolas de nieve y patinando en lagos helados… aquel paraíso era en última instancia solo una cara de la moneda, la más hermosa y brillante, la más amable. En la Unión Soviética también había zonas oscuras, como en todas partes. Y en esa historia que nos daban en la escuela se obviaban pasajes conflictivos. En secundaria, por ejemplo, nunca nos hablaron de los crímenes de Stalin; tuve que esperar al preuniversitario para que un profesor poco ortodoxo se saliera del guion y narrara historias que en aquel momento me parecieron demasiado sórdidas. Hoy sabemos que hubo de todo: lo bueno, lo malo y lo regular. Pero en la primaria uno se regodeaba en el sueño luminoso. Hojeando la revista Misha, yo anhelaba hacer el viaje a Moscú, yo soñaba hacer un muñeco de nieve.

Pequeño inventario de nostalgias: una pastora y un deshollinador de porcelana, subiendo por el interior de una chimenea; rumor de abedules en la primavera; cristal de hielo armando fantasías calidoscópicas; Babá Yaga, Basilisa la Sabia, el príncipe Iván, un caballito jorobado; manzanas rojas, manzanas verdes; compota de manzana; el millón de rosas de Alla Pugachova; las cúpulas de San Basilio; libretas forradas con las páginas coloridas de La mujer soviética; Yuri Gagarin sonriendo desde el cosmos; ¡Deja que te coja! en el Krim-218; colección de libros infantiles de la editorial Ráduga; el payaso Oleg Popov en la gran pista del circo soviético; ventiladores Órbita 5; la cola frente al Mausoleo de Lenin; los desfiles del Primero de Mayo en la Plaza Roja; el samovar y la tetera; muñeca dentro de muñeca dentro de muñeca dentro de muñeca…; los parques del palacio de Peterhof, el Versalles ruso; Maya Plisétskaya bailando La muerte del cisne; Noches blancas; Cuando vuelan las cigüeñas; el obrero y la koljosiana; gimnastas con cintas de colores; ladas y moskovichs; soliankas y pan negro; el gran ejército rojo venciendo a los fascistas; los salones del Hermitage; la nieve sobre los tejados de la aldea; flores de primavera; ¡Viejuca, dame de comer!…

Estuve con unos amigos en Nazdarovie!, un nuevo restaurante especializado en comida soviética. Ojo: comida soviética, no solamente rusa. Pero la distinción es más cultural que culinaria. Porque con esa comida —exquisita, por cierto— se pretende rendir homenaje a toda una época, a una amistad que, nos dijeron, iba a ser eterna. La ambientación del local es muy sugerente: carteles del más colorido realismo socialista (jóvenes robustos que miran al futuro, muchachas con flores, madres abnegadas, soldados y cosmonautas), decenas de botellas de disímiles vodkas, matrioskas que son auténticas obras de arte, libros en ruso, esculturas decorativas, samovares, piezas de artesanía rusa popular…Se recrea un ambiente y uno termina por emocionarse. Pero la emoción mayor llega cuando uno se entera de que en la cocina trabajan hombres y mujeres de origen soviético; algunos de ellos llegaron hace décadas, detrás de un amor, y se quedaron para fundar familia. Algunos de sus hijos (ruso-cubanos, de singulares rasgos) laboran en el salón. El legado soviético en Cuba está vivo, para bien y para mal. Digan lo que digan, forma parte de ese ajiaco que somos. La Unión Soviética desapareció hace más de dos décadas, pero de alguna forma seguimos en deuda.

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