Pagador de promesas

¿Por qué nos encomendamos a un ente superior? ¿Por qué nos sentimos tan vulnerables, tan pequeños, tan insuficientes? ¿Por qué buscamos más allá de nuestros ámbitos las respuestas a nuestras grandes preguntas existenciales? ¿No decían que el hombre era la medida de todas las cosas? Pienso en todo eso mientras subo la Loma de la Cruz, en Holguín. La pendiente es ardua, los escalones altos y heterogéneos. El sol castiga. Ahora mismo me pregunto qué demonios hago subiendo esta loma a pie si podía haberla remontado en carro. Lo asumiré como el viaje a La Meca, primera y última vez que la subo. Estoy agotado. Pienso y pienso y pienso en las interrogantes universales porque no quiero pensar en el acto mismo que estoy asumiendo. Y además, porque unos metros más arriba está escalando un señor algo entrado en años, con una botella de ron en la cabeza. Primero pensé que era una atracción circense, pero después me doy cuenta de que el acto tiene otro matiz: hay cierto hieratismo, una vocación ritual. No hay dudas: el hombre es un pagador de promesas. Sabrá Dios con qué deidad se ha comprometido. Sabrá Dios cuál habrá sido la demanda. Sabrá Dios hasta qué punto fue satisfecha. Lo que nos consta es que este hombre se ha tomado el extraordinario trabajo de subir centenares de escalones con el añadido de llevar una botella llena sobre la cabeza, una botella que no toca nunca, que no acomoda, que mantiene en precario equilibrio moviéndose lentamente, aparatosamente, como si en eso le fuera la vida.

¿Por qué la gente hace promesas tan singulares? ¿Por qué no prometen ser mejores padres, mejores hijos? ¿Por qué no se comprometen a ser mejores vecinos, mejores trabajadores, a ser más generosos o más tolerantes? ¿Por qué no prometen sembrar un árbol? Le pregunto a una señora que sube a mi lado —mantilla en la cabeza y gafas de sol—. “Es que a los santos les complacen otros tipos de homenajes”.  No pregunto más, veo que lleva una vela encendida, también va en peregrinación religiosa.  Este fenómeno de las promesas no deja de sorprenderme. ¿Por qué le complacería a una entidad celestial ver a un pobre mortal recorriendo kilómetros completos de rodillas? Suficientes sacrificios y dolores sufrimos ya de por sí, por las cosas de la vida… ¿por qué hay que tributarlos? Hay promesas y promesas, claro. La espiritualidad es un universo. Algunas son inocentes, testimonios apacibles de fe. Pero algunas son casi inhumanas. Si el santo, o el dios, o la fuerza sobrehumana precisa de sacrificios extremos, ¿no podrían por lo menos ser un poco más fructíferos? Pienso en todo eso y pensando llego a la cima. Al pie de la cruz, sobre la ciudad bullente, arden centenares de velas. Unas señoras se postran y piden en murmullos. El hombre de la botella llega por fin, abre los brazos y se arrodilla. Después hace algunas reverencias. Y lo pierdo de vista. Una muralla de curiosos lo rodea. Miran asombrados el espectáculo, porque para ellos no pasa de ser otra atracción. Quizás también lo es para los santos, vaya usted a saber.

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