Parque de diversiones

Ya sé que todo tiene su tiempo, ya sé que la decadencia es un estado natural, prólogo tantas veces de la desaparición o la muerte, ya sé que hay que decir adiós y seguir adelante… Pero a veces me cuesta. Si yo pudiera, viviera en algunos de mis recuerdos. De mis recuerdos felices, claro. Y mis más felices recuerdos son los de la infancia, como seguramente ya saben los lectores habituales de esta columna.

De cuando en cuando regreso a Violeta, pueblo perdido en la inmensidad de la llanura avileña. De cuando en cuando me da por recorrer barrios y caminos ya casi olvidados, los mismos que recorría hace más de veinticinco años, cuando era un niño curioso e inquieto. Casi olvidados, pero atesorados en un rincón de la memoria. Es maravilloso ver cómo todo se va restaurando a la medida que revisitas ciertos lugares.

La última vez me decidí a acercarme a la casita donde viví mis primeros años. Una casita minúscula de madera, muy parecida a las que pintan los niños, pero sin la chimenea. Estaba allí, tal y como la recordaba, al final de un camino de tierra, rodeada de árboles.

Mi hermano no puede recordar esa casa porque nos fuimos de allí cuando él tenía tres años, pero yo ya tenía cinco, así que puedo evocar muchos momentos… Todavía me emociono cuando recuerdo el sonido de la lluvia sobre el techo de zinc; todavía me acuerdo del olor de las matas del portal.

No me detuve frente a la casa, me dio un poco de pena: ¿qué pensarían los nuevos propietarios? Seguí caminando y vi los patios de los vecinos, los árboles frutales y los jardines, los escondrijos donde jugábamos con los niños del barrio… ¿Cómo es posible que todo mantuviera un espíritu más de treinta años después?

Cuando vaya de nuevo, tendré que llevar mi cámara.

***

Andando y andando llegué al parque de diversiones de Violeta. Y esa es otra historia. El que fuera un lugar alegre y multicolor, hoy no es ni el pálido recuerdo de lo que fue. Es otra cosa, ya no es mi parque.

Ninguno de los aparatos funciona. Es más, han desaparecido algunos, como la estrella. (Desde allá arriba, cuando las cabinas llegaban al punto más alto de la esfera, se podía ver buena parte del pueblo).

De la cuadra de los ponis ya no quedan ni los cimientos. Y ahora que lo pienso, yo nunca me monté en un poni. Acostumbrado a montarme en el caballo moro de mi abuelo, me parecía un abuso cabalgar sobre caballos tan pequeños. Eso sí, sabía el nombre de todos los ponis de esa cuadra, y ahora me doy cuenta de que los he olvidado.

¿Y qué contarles de la gran atracción del lugar? Cientos de veces hice el viaje circular del trencito, que recorría todo el perímetro del parque. Calculo que sería apenas un kilómetro, pero no nos cansábamos de ver el mismo paisaje.

Había, incluso, un túnel oscurísimo, de apenas unos metros, que asustaba mucho a los niños más pequeños. El tren entraba haciendo sonar desesperadamente el silbato, que ahogaba los gritos de los pasajeros.

De ese tren apenas queda un vagón desenganchado y medio oxidado, detenido sobre la vía.

Subí al vagón, me senté en uno de los destartalados asientos, dejé pasar los minutos. Silencio. Soledad. Abulia. A lo lejos se escuchaban las risas de unos niños que jugaban pelota en medio de la calle.

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