Pelota

Foto: Juan Moreno

Foto: Juan Moreno

Escribo esta columna con el televisor encendido, mientras Ciego de Ávila derrota a Granma en el tercer juego de la semifinal de la Serie Nacional de Béisbol. Escribo emocionado, porque Ciego, mi equipo, acaba de propinar tres jonrones seguidos. Ahora mismo me levanté de la silla y me puse a dar saltos de felicidad. No es metáfora: literalmente, saltos de felicidad. Ensayo un pasito de baile, para celebrar la victoria, siempre al ritmo de la conga de los parciales de mi equipo. Un testigo repentino me creerá un ridículo o un loco. Y sí, bastante ridículo debo parecer, sobre todo teniendo en cuenta de que yo nunca he bailado bien. Pero la adrenalina nos provoca estas explosiones de júbilo. El apasionante mundo del deporte, al decir de nuestros narradores de la televisión.

Obviamente, yo quiero que Ciego sea otra vez campeón. Lo siento mucho por Matanzas, que sé que se lo merece y lo necesita. Lo siento por la Isla, que ha hecho un trabajo de lujo. Y lo siento por Granma, que es ahora mismo el principal obstáculo para mi equipo. Cualquiera puede ser campeón y aquí ganan todos —como también dicen y vuelven a decir los narradores—, pero eso es lo que dicta la razón. Y en la competencia, a los aficionados los mueve la pasión. El aficionado puede ser muy mal perdedor. Ante una derrota es capaz de ofender a los jugadores de su equipo, a los directivos, con el mismo énfasis con el que los elogiaría si ganaran. Después de que pasan los calores del juego, uno lo piensa mejor y valora con más justicia la actuación de los deportistas. Pero en fragor de la batalla, lo único que nos importa es vencer.

Fíjense en los términos: “batalla”, “fragor”, “vencer”, “derrota”… Más que de deporte, parece que hablamos de una guerra. Y es que, salvando las mil distancias, el deporte es una guerra. De acuerdo, una lidia sana (a veces), inspiradora, fuente de valores y todo lo que ustedes quieran. Pero una guerra. La más civilizada de las guerras, vaya. Estoy convencido de que los deportes, particularmente los deportes colectivos, son los sucedáneos de las antiguas batallas, expresión moderna del espíritu competitivo y retador que nos ha hecho la especie que somos.

En tiempos en que a las guerras, más que el deseo de emancipación, las mueven intereses marcadamente económicos o fanatismos religiosos (aunque ahora que lo pienso, toda la vida esos fueron los móviles principales), el deporte pretende seguir siendo un ámbito puro y honorable. Mas en su concreción práctica suele pulsar los mismos resortes: el nacionalismo exacerbado, las ansias de someter, la identificación con un símbolo, la vanidad del superior… Todo (casi siempre) con los límites de la cordura, no es que seamos bárbaros.

Yo no sé si Ciego de Ávila ganará o no esta serie. Solo sé que me esperan jornadas tensas. Yo no asumo la pelota como un espectáculo inocente, yo vivo los juegos como si la vida me fuera en ellos. Hace algunos años, cuando Ciego se proclamó campeón, terminé el juego decisivo con dolor en el pecho. Mi madre hasta se asustó: “no te lo tomes tan a la tremenda, te va a dar una cosa”. Algunos amigos habaneros piensan que mi fidelidad al equipo de mi tierra natal es una descortesía con la ciudad que me acogió. Puede ser, pero en eso tampoco influye la razón. La muestra es mi hermano, que nunca ha puesto un pie fuera de Ciego de Ávila y sin embargo es un industrialista furibundo. Hasta mi casa allá en Violeta la pintó de azul. El día en que Ciego e Industriales discutieron el campeonato, se atrevió a colgar un cartel que decía “¡Ruge león!”. Eso, miren como lo miren, es una temeridad en medio del enemigo. Hasta el punto de que cuando Ciego por fin ganó, le armaron una conga frente a la casa. No sé qué hubiera pasado si el ganador hubiera sido Industriales. No quiero ni pensarlo, hasta me asusta.

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