Pequeños momentos

Hace muchos años me bajé del tren en la madrugada, caminé por la ciudad dormida, cuadras y más cuadras en silencio casi absoluto, sin que nadie se cruzara en mi camino. Era raro, porque no era una ciudad pequeña, pero esa noche yo parecía el único. Ya en casa, escribí un poema, que afortunadamente ha desaparecido. Recuerdo los primeros versos: Caminar por una ciudad que duerme/ es poseer la ciudad y poseer el sueño… Recuerdo también los últimos: …solo falta algo/ falta una música. He vuelto a caminar, una y otra vez, por ciudades que duermen. Siempre me faltó la música. La encontré hace algún tiempo, sin embargo. Regresaba del trabajo, caminaba por una calle desierta, encendí la radio para acompañarme. Sonó Fur Alina, de Arvo Part. Miré al cielo y las nubes iban cubriendo la luna, lentamente.

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En la primera parada de Reina he visto a uno de los mejores bailarines de Danza Contemporánea de Cuba tratando de subir a un atestado ómnibus de la línea P-4. Allí no había cola, orden ni concierto: era el quítate tú para ponerme yo, el sálvese quien pueda. En medio de la avalancha, el bailarín trató de mantener la calma. Pudo subir al fin. Estoy casi seguro de que muy pocos alrededor sabían quién era. Sospecho que, aunque lo supieran, no iban a prestarle demasiada atención. Unas horas más tarde, en el teatro Mella, volví a ver al bailarín. Verlo bailar me emocionó, siempre me emociona. Es de esos que bailan como si la danza fuera la vida y lo demás (las colas, los P-4, los gritos y los empujones) fuera, si acaso, el mal sueño. Pensé en la extravagancia de esta isla, que ofrece en tropel espectáculos tan disímiles. El bailarín, mientras tanto, como si volara.

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En la entrada del cementerio viejo de Cienfuegos, una anciana me dice que a los muertos de allí poco a poco se les van muriendo los parientes. La anciana suspira: “cuando yo muera, nadie irá a ponerle flores a mi madre”. El cementerio, lleno de ángeles de piedra, es hermoso. Pero su belleza duele, porque es la de la decadencia. “Todavía es bonito, sí —dice la anciana—, pero pronto será una completa ruina. Llegará el día en que no entierren a nadie más aquí. El mar y los ciclones acabarán con todo, se lo digo yo. Y nadie se ocupará de estos muertos, porque los que podían hacerlo se murieron también, o están lejos, o no tienen tiempo ni memoria: ¿quién se va acordar de una tatarabuela?” La anciana se queda pensativa, sonríe: “¿sabe?, llega el momento en que los muertos también se quedan huérfanos”.

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Esto es, por lo menos, inusual: me subí a un auto de alquiler, a un almendrón, y en vez de reguetón, de melosas baladas, de música tecno, el chofer estaba amplificando música clásica. Mozart, me pareció; la Sinfonía No. 40, terminé por identificar… No sé si se trataba de un disco o sencillamente de una emisión de CMBF Radio Musical Nacional. El caso es que estaba sonando Mozart. Por lo demás, nada raro: el conductor con barba de tres días y gorra de los Yankees de Nueva York, los pasajeros variopintos, el carro destartalado y traqueteante… Si hubiera sido menos tímido, algo hubiera dicho, pero sencillamente me abandoné a la experiencia. Frente al Acuario se bajó una de las pasajeras -short cortísimo, plataformas, enormes gafas-, le pagó al chofer con un billete de 1 CUC y le soltó no sin cierto hastío: “Papi, cambia el repertorio. Me tenías dormida con esa musiquita”.

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Una señora nos pasa por el lado contándole a una amiga que el compañero de trabajo de su marido se ha enamorado de él. Parece bastante molesta.

-¡Tú sabes cómo es el amor de maricón!

Como la otra quiere detalles, la señora explica.

-Es que ahora lo que se usa es la bisexualidad. Eso está en la calle al tolete. Son hombres que lo mismo tienen una mujer que un marido. Y como si nada…

-¿Y el compañero de trabajo de tu marido es bisexual?

-Mi marido dice que sí. Pero yo creo que no. Yo creo que todo eso es pura mariconería. Y por eso me preocupo más. ¡Porque tú sabes cómo es el amor de maricón! ¡El amor de maricón es tremendo!

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