Perros, pollos, pájaros, puercos

Me gustan los perros, pero no quiero tener ninguno. No me gusta saber que lo más probable es que los sobreviva. Yo sentí mucho la muerte del primer perro que hubo en mi casa, y eso que técnicamente era el perro de mi hermano. Lo lloré casi como un familiar.

Mi madre, repitiendo lo que a ella misma le dijeron cuando era niña, nos dijo que no se llora a los animales. Pero ella lo lloró también. En resumen, decidí que no me iba a involucrar más con un perro. En mi casa hubo dos más, pero yo ya me había ido a estudiar fuera y no tuve tiempo de cogerles cariño.

Mi hermano me dice que lo único que alivia la tristeza de un perro muerto es la alegría de tener otro. Pero mi hermano y yo tenemos sutiles diferencias en ese y otros temas. Desde que era pequeño, a mi hermano le gustó “tener” animales. Perros, pollos, peces, pajaritos… Mi relación con los animales viene siendo mucho más contemplativa, y por tanto, algo más superficial.

Mi hermano, por ejemplo, podía asistir sin traumas a la matanza de los cerdos en la casa de mis abuelos. Yo no soportaba los chillidos de los puercos cuando los llevaban al matadero. Era casi siempre en la madrugada. Mi hermano se levantaba muy temprano, para no perderse ni un detalle del proceso. Yo metía la cabeza debajo de la almohada, tratando de no escuchar.

Es más, a mí afectaba incluso ver a mi abuela retorciéndole el cuello a una gallina, ver al animal retorciéndose en el suelo, en terrible agonía. Recuerdo que un día un pollo demoró más de lo habitual en morirse. No pude más, le grité a mi abuela: “¡Sálvalo, por favor!” Supondrán que el cuento hizo las delicias de mis abuelos, padres, tíos y primos durante varios días. Cada vez que mi papá escogía una posta de pollo en los almuerzos familiares, me miraba con cara solemne: “Lo siento, Yuris, no hubo tiempo para salvarlo”.

Mi hermano, sin embargo, hacía notar la paradoja: “Él no quiere que maten a los puercos, pero le encanta el chicharrón.”

A mi abuelo le gustaba presumir ante sus amigos de las diferencias entre mi hermano y yo. “Uno es un niño del campo, sin miedo a nada. Le gusta echarle comida a los puercos, cazar pajaritos con trampas, ir conmigo a arar detrás de los bueyes. El otro es un intelectual, se puede meter una mañana completa subido arriba de la mata de mamey leyendo un libro, lo pregunta todo sobre los animales, pero desde lejos, sin ensuciarse”.

La gente de campo tiene una relación mucho más pragmática con los animales. En la ciudad nos gusta comer el chicharrón, pero no nos suele gustar ver el sacrificio.

Mi abuelo lo tenía claro: “Hay animales para comer, hay animales para ayudarte a trabajar, hay animales que te acompañan, hay animales que te hacen daño, y hay animales simplemente para mirar. Hay maneras de tratarlos a todos. Lo que no se puede permitir un hombre justo es maltratar a un animal por el placer de maltratarlo”.

Mi abuelo, que era capaz de darle la puñalada mortal a un cerdo, no quería que mi hermano y yo cazáramos mariposas. “¿No se dan cuenta de que son más lindas volando? Mejor vayan a cazar mosquitos”. Teníamos expresamente prohibido matar mariposas, cocuyos, saltamontes, escarabajos, abejas o grillos… No le gustaba tampoco que mi hermano matara pajaritos con su flecha.

Pero también nos recalcaba que no debíamos encariñarnos con gallinas, puercos ni chivos, por muy lindos que nos parecieran los pollitos, los cerditos y los cabritos acabados de nacer.

Un día, mientras él afilaba el machete, me puse filosófico:

—Abuelo, ¿y si cuando yo me muera vuelvo a nacer como un puerquito? ¿No te da lástima que me echen sancocho para engordarme?

Se tuvo que reír, le gustaban mucho mis ocurrencias.

—En tu otra vida tú no vas a ser un puerco. Tú vas a ser un sinsonte de los que cantan en medio del campo. ¡Y ayayay el que se atreva a matarte!

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