Poemas

Algunos amigos disfrutan mis poemas y otros los aborrecen. Voy a ser absolutamente franco: a mí me gustan mis poemas. Si no me gustaran no los publicara de cuando en cuando en mi blog. Por supuesto, algunos me gustan más que otros. Pero en sentido general estoy bastante satisfecho con ellos. Ojo, no es que me satisfagan del todo. Me sucede que nunca logro escribir exactamente lo que sé que se podría escribir. O sea, la concreción siempre se queda por debajo de la idea. Pero eso no me pasa solo con los poemas, me pasa también con los reportajes para el periódico, las fotografías, las crónicas y los espaguetis. Me está pasando ahora mismo con esta columna. Me imagino una cosa y al final solo alcanzo para otra, necesariamente inferior. Un amigo escritor —en mi opinión, muy buen escritor… y muy buen poeta, por cierto— me asegura que a él le pasa lo mismo. “Si pudiera escribir todo lo que siento, si pudiera trasponerlo todo, si tuviera esa capacidad extraordinaria… a lo mejor no escribiría nada”—me dijo el otro día. “Yo escribo para buscarme —me dijo otro hace un tiempo—; el día que me encuentre, dejo de escribir”. Esos juegos de palabras a los que son aficionados muchos escritores me desconciertan un poco. Yo la verdad es que no me he sentado a pensar por qué escribo. (Bueno, por qué escribo poemas; por qué escribo otras cosas sí me queda muy claro). Supongo que escribo porque tengo necesidad de contarle algo a alguien… y supongo que pretendo cierto vuelo al contarlo porque me interesa que esa persona disfrute lo que le estoy contando. La verdad es que yo escribo para que me quieran más. Por supuesto que a veces lo logro, y a veces logro todo lo contrario (algunos comentaristas de esta columna darán fe de eso). Yo mismo he querido y quiero a unos cuantos poetas. Algunos poemas, de hecho, duermen cerca de mi almohada. No siempre los leo, pero sé que están ahí.

Yo empecé a escribir poemas muy temprano. Tendría ocho o nueve años. Mi abuelo me recitaba décimas que componía un hermano suyo. Copié algunas, incluso, pero ahora no los encuentro. A la distancia de los años aquellos versos me parecen buenos, por lo menos puedo asegurar que eran correctos. Un día que regresábamos a la casa en una carreta halada por bueyes, mi abuelo me dio un recital. Tenía una memoria prodigiosa. Al final suspiró: “Los poetas son los que ven las mismas cosas que nosotros, pero las ven con otros colores, con las formas que nosotros no podemos adivinar”. Yo era muy niño, pero aquella definición me pareció en sí misma un acto poético. “Tú eres muy despierto y muy soñador, a lo mejor un día resulta que te haces poeta. Ojalá que te vaya bien, mi pobre hermano no tuvo mucha suerte en la vida. Era un poeta, pero era un desgraciado. Se murió joven, enfermo”. Me asustaron un poco esas palabras, me parecieron proféticas. Pero al mismo tiempo me sedujo aquello de ver las mismas cosas que veían los demás, pero con otros colores. Llegué a la casa y me puse a escribir. Emborroné varias cuartillas, pero nada me convencía. Me fui al jardín y arranqué una flor: “yo la veo roja, ¿significa que un poeta la ve amarilla?” Me rompía la cabeza con esa paradoja. “Y si digo que la veo amarilla aunque la vea roja, ¿ya soy un poeta?”. Obviamente no, sería en todo caso un mentiroso, un poeta falso. Mucho rato me ocupaban esas cavilaciones. Hasta que mi hermano me arrastraba a jugar a los escondidos. Una tarde mi abuela nos hizo una limonada muy rica y yo escribí en un papelito algo así: Mi abuela es la maga de los limones/primero son ácidos y ahora son dulzones. Mi abuelo se entusiasmó: “¿Ya ves lo que te decía? ¡Eres un poeta! Yo ahí nada más que veo una limonada, y ya tú ves a tu abuela haciendo magia”. Me entusiasmó el descubrimiento. Escribí montones de poemas. Se han perdido, por suerte.

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