¿Qué leen los niños?

Al niño del apartamento de arriba le trajeron un tablet de Miami. Había que ver lo contento que andaba con su aparato para arriba y para abajo. Me lo mostró, orgulloso:

—Sirve como celular, pero yo no tengo cuenta. Puedo ver películas, escuchar música, hacer fotos y tiene también un montón de jueguitos de computadora…

—Vaya, un “todo en uno”, ya no te vas a aburrir. Además, ahí también puedes leer libros.

—¿Libros? —me miró como si le hablara en chino.

—Sí, libros. Libros digitales. Los puedes poner ahí y hasta puedes hacer como si pasaras las páginas.

—¡Na! Eso sí que es aburrido…

—¿Te parece que leer un libro es aburrido? ¿Tú nunca lees libros?

—Los de la escuela nada más, y porque la maestra me obliga.

—Pero mira —intento sensibilizarlo—, leer un libro también puede ser muy divertido.

—¿Más divertido que un jueguito de matar extraterrestres? ¡Lo dudo!

Y se fue con su tableta a otra parte.

***

Yo aprendí a leer muy rápido y muy pronto descubrí el placer de la lectura. No puedo recordar mi primer libro, porque desde que tengo uso de razón siempre he tenido libros cerca. Estando todavía en primaria, me comenzaron a aburrir los libritos que tenían más dibujos que texto. Mi padre me dijo: es hora de que comiences a leer novelas.

Sí recuerdo perfectamente una de las primeras novelas más o menos largas que leí de arriba abajo: El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de Selma Lagerlöf. Me apasionó, pasaba horas enteras disfrutando las peripecias de un niño diminuto y malcriado que viajaba sobre un pato de granja. Lo mejor era después: el juego de la imaginación. Soñaba que yo era Nils y que viajaba Cuba entera sobre una gallina de la finca de mis abuelos.

En definitiva, devoré el libro en poco más de un fin de semana. Y a lo largo de mi infancia regresé a sus páginas más de una vez. Tengo una lista considerable de libros entrañables de mis primeros años: Pippa Mediaslargas, Las aventuras de Huckleberry Finn, Los tres gordinflones, Cuando era pequeño tu papá, La edad de oro, Miguel Strogoff, Los tres mosqueteros, Viaje al centro de la tierra

A veces ponían en la televisión series infantiles que versionaban esas historias y yo me vanagloriaba ante mis compañeros de clase de ya saber el final de cada personaje.

Hubo una época, incluso, en que dejé de salir a jugar al parque porque prefería quedarme en mi cuarto leyendo. Mi mamá decidió imponer el equilibrio: casi me obligaba a salir a mataperrear. Pero incluso, algunos de los juegos con los niños del barrio terminaban por ser extensiones de las historias que leía.

Mi mayoría de edad como lector llegó el día en que, para mi asombro, leí una novela en un solo día. Fue Las últimas aventuras de Sandokan. Yo estaba en séptimo grado. Mi padre estaba muy orgulloso. Me puso en las manos un ejemplar de Entre naranjos, de Vicente Blasco Ibáñez y me dijo: ya estás listo para las grandes ligas.

***

Me he propuesto que mis sobrinos, que todavía tiene cuatro y dos años respectivamente, lleguen a ser lectores asiduos. Sé que lo tengo difícil, primero porque son hiperactivos y segundo porque la competencia de otros entretenimientos más llamativos es fuerte y omnipresente.

Me queda la tranquilidad de que Nadia, la mayor, es muy curiosa y que tiene una muy particular sensibilidad. Con Cristian, el más pequeño, tendré que ensayar alguna estrategia desde temprano. El caso es que no quiero que se pierdan una de las más enriquecedoras experiencias de la vida.

Mi hermano, de niño, era como mi vecinito del piso de arriba: solo abría, y de mala gana, los libros de texto. Mientras yo leía subido arriba de la mata de mamey, en casa de nuestros abuelos, él estaba unas ramas más arriba, poniéndoles trampas a los pajaritos.

Ya siendo estudiante del politécnico, un día de lluvia, comenzó a leer por puro aburrimiento una novela de Julio Verne. No pudo dejarla hasta el final. Ahora se lamenta de todo el tiempo que perdió. El mismo que están desaprovechando, ahora mismo, tantos niños por ahí.

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