Que no les pongan un anuncio de Coca Cola

Obra del artista cubano Kadir López: Coca Cola, 2008.

Obra del artista cubano Kadir López: Coca Cola, 2008.

Frente a una de las obras que se exponen por estos días en Fábrica de Arte (un collage fotográfico que integra visiones antiguas, presentes y vislumbradas de La Habana) un amigo extranjero comenta: “Es muy interesante la pieza, pero no me gusta mucho lo que sugiere. Lo mejor de esta ciudad es que no se parece a ninguna otra de este continente. A lo mejor a mucha gente le gustaría tener una gran anuncio de Coca Cola sobre un rascacielos luminoso, como los que hay en Ciudad de México o en Bogotá, pero yo te aseguro que llegará el momento en que lamentarán la singularidad perdida”.

Me quedé pensando. Francamente, no creo que algunos de los que hoy añoran un gran cartel de Coca Cola extrañen más tarde que La Habana haya perdido su peculiar encanto, si es que en definitiva lo pierde. Sin contar el hecho indiscutible de que buena parte de ese encanto actual no puede traducirse exactamente en bienestar. Lo que para muchos turistas es un detalle romántico, para muchos que aquí viven y sobreviven puede ser una desgracia. Un hermoso palacio medio destruido puede ser un sueño decadentista, pero también es un techo que se está cayendo encima de unas cuantas familias.

En ese sentido, yo quiero que La Habana cambie, lo siento por tantos visitantes asombrados y soñadores. Ojalá que no quedara ni una sola cuartería, ni una sola casa señorial en ruinas, ni una sola calle abigarrada y sucia… por muy bellas que parezcan a sensibles observadores. Esta Habana tan plástica y fotogénica puede llegar a doler mucho.

Pero seguí pensando, y la verdad es que tampoco quiero La Habana del McDonald’s, del gran lumínico de Pepsi Cola y la exaltación cruda de cierta estética miamense (aunque lo de menos en ese caso sería la estética). Ese, algunos están convencidos, es un riesgo inminente ahora que comienzan a llegar cruceros desde Estados Unidos (aunque lo de menos en este caso sean los cruceros).

Tantos años de relativa lejanía (aunque aquí, para asombro de muchos, escuchamos hace rato a Madonna) crearon una especie de oasis (sí, ya sé que “oasis” no es la palabra, pero no se me ocurre otra ahora mismo), ajeno a ciertas dinámicas globales. Mantuvimos a salvo buena parte de nuestra identidad —dicen los más optimistas—. O nos detuvimos en el tiempo —dicen otros menos entusiastas—.

La Habana de ahora mismo (y quién dice La Habana dice Cuba toda) parece estar ante una encrucijada. Pero si nos fijamos bien, éste siempre ha sido país de encrucijadas. Otra amiga me decía desde el desconcierto y la decepción: “¿Viste lo que pasó con Chanel? ¿Viste tanta gente multiplicada por cero ante una barrera de policías? ¿Gente insignificante para el gran poder del dinero? Pues eso no será nada ante lo que nos viene encima. Digan lo que digan, no hay peor dictadura que la del capitalismo salvaje…”

Mi amiga es tremendista por naturaleza, pero también me dejó pensando. ¿Será que yo también podré llegar a ser un excluido, un excluible? ¿Será que tendré que conformarme con ver las luces desde la vidriera? Digo “yo” y no hablo solo de mí, sino de tantos que al menos conservan cierta noción de orgullosa dignidad. Mis amigos saben que no soy activista enfático de ninguna causa, pero llegado el momento (y ojalá que el momento no llegue nunca) tendré que enarbolar con todas mis fuerzas una bandera: que Cuba cambie todo lo que necesite cambiar, que es mucho; pero que preserve invaluables esencias de solidaridad y justicia.

Y disculpen si esto último les pareció consigna.

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