Sembrar para que otros lucren

Mi abuelo se levantaba todos los días a las cuatro y media de la mañana. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábados, domingos. Mi abuelo nunca tuvo vacaciones. A las cinco de la mañana estaba desgranando el maíz. A las seis, con la alborada, le daba comida a las gallinas. A las seis y media ya salía para el campo. Al amanecer mi abuelo siempre estaba en el surco. Sembrando, guataqueando, arando con los bueyes, cosechando… Los que viven de la agricultura no tienen tiempo para perder. Solo la lluvia los detiene, a veces. A las once de la mañana mi abuelo regresaba a almorzar. Dormía la siesta y a las tres y media estaba de nuevo trabajando. Regresaba a las cinco y media y atendía a los animales, hacía algo de carpintería, chapeaba el césped. Se comía a las seis y media, día tras día. A las ocho veía el noticiero y a la hora de la novela ya se quedaba dormido frente al televisor. Un día le pregunté a mi abuelo si esa vida tan rutinaria lo hacía feliz. “No conozco otra —respondió. Es lo que he estado haciendo casi desde que tengo uso de razón. Pero creo que sí, que soy feliz. Porque pude criar a siete hijos con el sudor de mi frente, y todos me han salido buenos, gente honrada y trabajadora. Porque he podido poner todos los días un plato de comida en la mesa. Y porque a mí me gusta la tierra. Me gusta sembrar una semilla y ver cómo nace la mata y después da el fruto. Es algo mágico y de alguna manera yo soy el mago. Porque me gusta ver el rocío en las hojas, y ver como el sol sale y va subiendo en el cielo. Porque me gusta el silencio del campo, yo solo con mis pensamientos. Yo creo que voy a estar trabajando hasta el último día, hasta que las piernas me sostengan”. He pensado mucho en mi abuelo en estos días. He recordado los hermosísimos tomates que cosechaba en su huerto, ahora que tengo que pagar quince pesos por una libra de tomates chiquitos, sucios, medio marchitos. Tomates como esos mi abuelo ni siquiera los regalaba: “¿Cómo voy a regalar los podridos? Uno no regala lo que le sobra”. Una señora se quejó por la mala calidad de la oferta y el vendedor le contestó: “¿Qué quiere que haga? Yo los compré así y bastante caros que me costaron, tengo que sacarles provecho”. La señora no se quedó callada: “Dudo mucho que un agricultor le vendiera caro ese rastrojo”. El vendedor se encogió de hombros: “No me lo vendió un agricultor, me lo vendió un intermediario. Yo de agricultura no sé nada, ni quiero saber. Yo nunca he doblado el lomo en un surco. Mi negocio es otro”. Se nota, dije yo.

Salir de la versión móvil