Sembrar un árbol

“Si cada uno de nosotros sembráramos un árbol, si nos aseguráramos de que creciera sano y fuerte —decía mi maestro de sexto grado—, quizás un día Cuba pudiera ser el gran bosque que era cuando llegó Cristóbal Colón, la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”.

Eran otros los tiempos, finales de los ochenta. Muchas cosas se hacían con el espíritu del contingente: era necesario sembrar 10 mil posturas, y a sembrarlas iban los fines de semana todos los alumnos de cuarto, quinto y sexto grado. La mayoría de los niños no tenían muy clara la importancia de lo que estaban haciendo. Iban, sencillamente, para ganarse puntos en la emulación pioneril, o para “no marcarse” en su aula (ay, por Dios, hasta cuándo vamos a estar haciendo cosas para “no marcarnos”).

En el patio de la escuela estaban las bolsitas de naylon, la tierra y las posturas. Había que seguir un procedimiento casi matemático. Llenar la bolsita con tierra hasta un punto determinado, introducir la planta suavemente, rellenar hasta otro punto, cuidando las raíces. Era un trabajo minucioso, casi artesanal. Yo siempre me lo tomé muy en serio. Pero la mayoría de mis compañeros de aula estaban más interesados en acumular la mayor cantidad de bolsitas llenas que en sembrar bien las posturas. Algunos, de hecho, le arrancaban las raíces a las plantas e introducían en la bolsa el tallo muerto. Trabajo fácil e inútil. Tiempo perdido.

Como yo hacía lo que tenía que hacer, casi siempre estaba en los últimos lugares en la productividad. Algunos de mis compañeros acumulaban registros impresionantes de plantas sembradas. Yo sabía que eran datos falseados, yo sabía que casi ninguna de esas plantas crecería. Pero, por un tácito código de honor, nunca se me ocurrió delatar a mis amigos cuando recibían orondos los diplomas de destacados en la campaña de reforestación. Tenía, eso sí, una satisfacción interna: mis plantas serían árboles algún día, darían sombra, frutos, madera…

Yo no sé si ahora los alumnos de primaria siembran árboles. Deberían hacerlo. No como parte de ninguna campaña urgente de reforestación, sino como requisito de los planes de estudio. Sembrar árboles debería ser parte de los exámenes de las asignaturas de ciencias y educación cívica y ambiental. Pero lo más importante, los maestros deberían inculcarles a sus alumnos que esa acción no es una mera formalidad, sino una actitud responsable ante la vida.

Yo he sembrado muchos árboles en mi vida. Lo hice de niño, en la escuela y en la finca de mis abuelos. En el patio de la vieja casa, entre los árboles que sembraron generaciones completas de mi familia, hay algunos que planté yo: naranjos, ciruelos, limoneros… Nunca más he regresado a esa casa mítica, pero sé que los actuales inquilinos saborean algunos frutos gracias a mi interés infantil.

En mis tiempos del instituto había una tradición hermosa. Cada graduado sembraba un árbol el último día de clases. Yo era el penúltimo de la fila y me ensucié las manos plantando mi yagruma. Lo hice sin remilgos, mi abuelo me enseñó que no hay que tenerle miedo a la tierra.

Hace más de diez años regresé a esa escuela. Fui al bosque de los graduados, busqué mi árbol. Ahí estaba, una yagruma joven pero fuerte. Si nadie lo cortó, ahora debe ser un árbol frondoso. Un pequeñísimo aporte. Mi obra viva.

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