Sin techo

No me atreví a hacer la foto. Me sentí avergonzado. Yo, de pie en la acera, cámara en mano, mirándola desde mi altura. Ella, sucia, mal vestida, acostada en el césped, con la cabeza sobre una maleta destartalada. Abrió los ojos y me miró con ojos vidriosos. “¿Tienes un peso que me puedas dar?” —dijo por fin, con voz cascada. Me turbé un poco, busqué en mi bolsillo. No tenía un peso, solo tenía billetes de a cinco. Le di uno. Sonrió: “Me alcanza para comprarme un pan con jamón. O mejor, para darme un trago”. Y soltó una carcajada macabra. Debí haberme turbado un poco, porque enseguida acotó: “No te asustes, que no muerdo”. Me llené de valor, hice lo que hacía tiempo quería hacer: hablar con un mendigo. ¿Por qué está así? ¿Por qué duerme en la calle? Se encogió de hombros. “¡Qué sé yo! La vida da muchas vueltas. Yo hace diez años tenía una casita, pero mi hija me botó. Y ahora casi nunca me deja pasar la noche con ella. Tiene un marido que dice que soy una borracha. Ese hombre no quiere a nadie. Yo quiero irme para Oriente, pero no tengo dinero para coger el tren. Allá a lo mejor encuentro un bajareque, aunque se esté cayendo. Me querían meter en un albergue, pero me escapé. Prefiero estar suelta. Y no me preguntes más, que tengo sueño”.

En Violeta, mi pueblo de infancia, no hay mendigos. Todo el mundo conoce a todo el mundo, nadie duerme en la calle. Hay gente muy pobre, claro, pero todos tienen su techo. Yo veía los reportajes en la televisión sobre los indigentes de África y América Latina, yo escuchaba los cuentos de mi padre sobre sus penurias antes del triunfo de la Revolución, y me felicitaba por haber nacido en un país y una época sin tantas injusticias. Cuando estaba en primaria, yo creía que vivía en el mejor país del mundo. La ilusión se fue desvaneciendo cuando entré en la secundaria, justo en los primeros años de la crisis. Y ya en el preuniversitario fue el golpe. Un día fui con unos amigos a Ciego de Ávila y vi a un hombre sin zapatos, pidiendo dinero en una esquina. Yo pensaba que eso no pasaba en Cuba. Cuando entré en la universidad ya tenía muchas cosas claras. La vida en las grandes ciudades puede ser difícil, nada que ver con la pobreza digna de los pueblos pequeños, mucho más solidarios con el que tiene menos. Mi amigo Félix, que era enfermero en un hospital, tenía una amiga que no tenía casa. Iba de un lado a otro con todas sus pertenencias. Cuando estaba de guardia, Félix la dejaba dormir en la enfermería. Con ella hablé mucho: me hizo su historia.

Todo el mundo tiene derecho a tener un techo. Eso suena lindo. Pero la realidad a veces es más dura. La amiga de Félix, por ejemplo, no era una mujer inculta. Creo que había sido enfermera, tuvo casa y familia. Pero una sucesión desgraciada de acontecimientos y desencuentros le quitó todo. Era una víctima, al menos en la versión que nos contaba. Y no tenía a dónde ir, a quién acudir, cómo conseguir un espacio propio. Siempre me ha asustado la remota posibilidad de quedarme sin nada, de no tener dónde pasar la noche. Tengo un sueño, más bien una pesadilla recurrente: Llego a mi casa, abro la puerta y adentro no hay nada: ni muebles, ni paredes, ni techo. Y me doy cuenta de que a partir de ese momento seré un mendigo. Despierto sobresaltado. Ahora miro a la mujer que duerme en la calle y me pregunto cómo es posible que una hija deje fuera a su propia madre. Lester, que suele tener más sentido común que yo, seguramente me diría: “Habría que escuchar a la hija, habría que ver si la mujer está diciendo la verdad, habría que preguntarse si esta situación no es el resultado de las acciones de la mujer”. Pero yo pienso en el frío, en la incomodidad del suelo, en el hambre. Me digo: por lo menos le di cinco pesos. Pero sé que eso ayuda poco, que no resuelve nada. Y sigo avergonzado.

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