Soldados

El sábado creí tener un déjà vu. Sentí que lo que estaba viendo ya lo había visto alguna vez, hace muchos años. No fue, por supuesto, un déjà vu. Fue un recuerdo, una reminiscencia. Una vez vi por la televisión un desfile como el de este sábado en la Plaza Roja. Yo era un niño, no me quedan claras las circunstancias. Solo recuerdo los aviones, los tanques, los cohetes y las tropas marchando en formaciones perfectas. Yo estaba encantado con aquel espectáculo. Mi mamá cocinaba. Mi papá estaba sentado en el sillón, pasado de tragos.

Me acuerdo de que en algún momento, emocionado por la marcialidad de los que desfilaban, grité: ¡Viva la Unión Soviética! ¡Vivan los soldados! ¡Viva Lenin! Mi papá se echó a reír: “¡Que vivan, pero que vivan lejos!” Mi mamá se alarmó: “¡Nórido!, deja de decirle esas cosas al niño”.

Yo no entendí nada. En esa época (época dorada, en la que comíamos mucha carne de res enlatada, la deliciosa carne rusa) yo tenía las cosas muy claras. Los soviéticos eran los buenos y los estadounidenses eran los malos. Un soldado soviético era un amigo. Un soldado estadounidense era un enemigo. Así de simple. Yo me emocionaba ante el desfile militar en la Plaza Roja porque sentía que esos soldados estaban ahí para defendernos si hiciera falta.

Mi papá se rebelaba ante una ecuación tan superficial. “Ni los rusos son tan buenos, ni los americanos son tan malos. Y a la hora de los mameyes, los grandes se reparten el botín y los chiquitos se tienen que joder”.

—¿Quiénes son los chiquitos? —preguntaba yo.

—Nosotros somos los chiquitos, los rusos y los americanos son los grandes.

Escuchar eso fue muy fuerte para mí. Cuando yo estaba en segundo grado creía que nosotros, los cubanos, éramos los más grandes, los más felices, los más valientes, los más cariñosos, los más bonitos del mundo. Nosotros y nuestros hermanos de los países socialistas. Yo sufría mucho por los niños pobres del resto del mundo, que no tenían las oportunidades que tenía yo.

Mi padre, para disgusto de mi madre, me puso los pies en la tierra.

“Ese desfile es para demostrar que tienen mucho poder, para que a nadie se le ocurra enfrentarse a la Unión Soviética. Si los americanos y los rusos se van a la guerra aquí nada más van a quedar las cucarachas. Con cuatro bombazos se acabó todo”.

Me aterroricé. Los cañones ya no me parecieron tan bonitos.

—Pero nosotros nos defenderemos. ¡Nadie podrá con nuestro pueblo! —me acordé de lo que decían los guías en los domingos de la defensa.

—¿Tú crees que nosotros podemos contra esas bombas? Hay bombas que pueden destruir un país completo en una hora.

Ya fue demasiado, por poco me echo a llorar. Mi madre se molestó con mi padre.

—¡Cállate! ¡No asustes más al niño!

Mi padre se encogió de hombros y se fue silbando, que es lo que hacía cada vez que mi mamá comenzaba a pelear.

—Mami —balbuceé yo—, ¿de verdad va a haber una guerra?

—Claro que no, mi amor. Los soviéticos no lo van a permitir. Cuba y la Unión Soviética son amigos para siempre. Y cuando seas grande, lo más seguro es que puedas ir a ver con tus propios ojos ese desfile.

Ahora no sé si lo decía para calmarme o si estaba convencida de lo que decía. A mi madre nunca le ha interesado la alta política. A mi padre sí, y de vez en vez, cuando tomaba más de la cuenta, volvía a hablarme de enfrentamientos y ejércitos modernos, tratando siempre de que mi madre no lo escuchara.

Ahora pienso que mi padre debió haber esperado un poco más para hablarme de los horrores de la guerra. A mí me fascinaban los desfiles militares (y de alguna manera me siguen fascinando, soy un neurótico de la organización), pero desde muy temprano aprendí que nunca eran inocentes. Desde muy temprano supe que esos cañones, esos cohetes, esos tanques estaban diseñados para matar, que su ámbito ideal no era una plaza engalanada, multicolor y alegre, sino el campo de batalla, imperio de la destrucción y el dolor.

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