Tren Regular

Tomé en Santa Clara el tren regular, el tren lechero, el que va parando en todas las estaciones, en todos los andenes, en todos los caseríos del camino, el que va lento, muy lento, hasta el punto de que el viaje a Morón, que normalmente no debería pasar de las tres horas, demora más de siete. Es un tren feo, despintado, achacoso. La locomotora tiene más de medio siglo, los vagones tienen menos años, pero están desbaratados. Es un milagro que el tren ande, francamente, pero anda. Tomé el tren a las 5 y media de la mañana, madrugada silenciosa en la ciudad. En Santa Clara montaron pocos pasajeros, gente cargada de cajas y maletines, madres con sus niños en brazos, parejas adormiladas. El tren se estremece, “exhala”, se mueve por fin. Comienzo del camino. Voy pensando que este mismo tren fue el que cogió mi padre hace ya sesenta años, para huir del hambre y la miseria de la ciudad. Un día reunió el dinero de pasaje y se montó sin tiempo para despedidas. Se bajó en Violeta, donde vivían unos parientes lejanos. Y allí hizo vida y familia, hasta el día de hoy. El tren, ya les dije, va muy lento, la línea no está en muy buen estado. Pero esa circunstancia tiene sus atractivos: uno puede regodearse en el paisaje. Les digo: es hermoso ver amanecer en pleno campo, la niebla cubre la vegetación, como si se tratara de un mar brumoso. Poco a poco, a medida que va saliendo el sol, va desapareciendo la neblina, y los trazos y los colores de los árboles y las casas emergen como de un sueño.

Iba solazado por el paisaje, pero dentro del tren pasaban cosas también interesantes. Poco a poco se fueron llenando los vagones, y a eso de las ocho de la mañana aquello ya era un mercado ambulante. Los vendedores iban de coche en coche pregonando a viva voz sus mercaderías. Voy a hacerles el inventario, para que se asombren conmigo con las cosas singulares que se pueden vender y comprar en un tren regular cubano: coquitos acaramelados, cordeles de nylon, palanganas de plástico, platos y vasos, maní, refresco enlatado y “empomado”, pantalones de mezclilla, juguetes artesanales, ristras de cebolla y ajo, caramelos, sombreros de yarey, cintos de cuero, lapiceros, queques, quinqués, pita para pescar, raspadura, horóscopos chinos, pintura para las uñas, cintillos y pellizcos para el pelo, almanaques del 2013 y del 2014, gorras del equipo Villa Clara… De cuando en cuando asoma un tripulante para “picar” los boletines, pero el resto del tiempo es casi la anarquía comercial. Para un cronista, para un antropólogo, para un investigador social, el tren de Santa Clara a Nuevitas es un singular espacio de trabajo. Allí coexisten grupos sociales disímiles, allí se habla de todo un poco, allí se pueden enhebrar historias. Algún día escribiré el reportaje largo de este tren, de todos esos trenes que a duras penas recorren el país, con precios bajísimos y paupérrimas condiciones. Por ahora me quedo con la imagen desenfocada del guajiro que monta en un paradadero pequeño y se baja en otro más pequeño todavía, en medio del monte. Esa es la foto.

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