Trenes

Tengo, hace siglos, el plan de una novela. Se llamará como esta crónica: “Trenes”. No sé si habrá muchas novelas que se titulen “Trenes”, tendré que explorar. Pero creo que de todas maneras la llamaré así. Porque en mi novela los trenes, sin ser protagonistas directos de la acción, están siempre allí, marcando el ritmo, contextualizando, moviendo la trama. A mí, obviamente, me gustan los trenes. Viví toda mi infancia a menos de cien metros de una línea férrea. El silbido de las locomotoras marcaba las horas. Recuerdo que mi mamá me servía el almuerzo de los fines de semana justo cuando se escuchaba el silbato del tren de las doce rumbo a Morón. Cuando era niño pasaban muchos trenes de pasajeros por Violeta. Mi hermano y yo nos escapábamos hasta la estación de Georgina (Violeta es el único pueblo de Ciego de Ávila que tiene dos estaciones de ferrocarril, pero esa historia la contaré otro día) y esperábamos pacientemente a que pasara el convoy. Primero escuchábamos el silbato en la lejanía; después vislumbrábamos la locomotora, la veíamos por fin, confundida con los celajes. Unos minutos más y el tren llegaba pitando. Entonces era nuestra fiesta. El andén se animaba. La gente subía o bajaba de los vagones. Después era el silencio. Hasta el próximo tren.

Ahora por Violeta pasan solo tres trenes. A las cuatro y media de la madrugada, uno para Morón. A las nueve y media de la noche, otro para Esmeralda. Y el tercero, un día para Santa Clara y otro día para Nuevitas, en una alternancia que los lugareños usan como referencia: “eso fue antier, que fue el día en que el tren corrió para Santa Clara”. Los trenes ya no son tan hermosos. Bueno, francamente, los tresnes de ahora son muy feos. Cuando era niño, muchas locomotoras eran rumanas, pintadas de anaranjado. Los coches eran grandes y espaciosos, con asientos cómodos y ventanillas limpias. Los conductores estaban impolutamente uniformados y los boletines tenían impresos los nombres de todas las estaciones de la línea. Hoy es la decadencia. Casi todos los vagones son carros de mercancías adaptados, incómodos y sucios. El personal de servicio luce descuidado; los boletines son un simple papelito; no hay luces, no hay portaequipajes, no hay baños a bordo. De antaño solo quedan las locomotoras, que ya no son las rumanas (las rumanas salieron malas) sino las americanas de los años cincuenta, que está visto que fueron construidas para toda la vida. Los trenes ya no son los de antaño, de acuerdo, pero por lo menos siguen pasando por Violeta.

Una vez, solo una vez, me subí en una locomotora. Había ido con mi papá a la cooperativa donde él trabajaba como contador, a unos quince kilómetros de Violeta. Yo tendría, a lo sumo, diez años. Y soñaba ser maquinista. A la hora del regreso, mi papá me dijo: hoy te tengo una sorpresa: nos iremos en tren. Y enseguida apareció el gran tren cañero, la locomotora enorme (rusa, todavía a estas alturas siguen rodando de los campos al central)… Me quedé atontado. ¡Sube! —me animó el maquinista. No me lo podía creer. Ya en la cabina, mi papá le dijo al hombre, que evidentemente era su amigo de toda la vida: hazme el favor y enséñale al niño qué es lo que hace un maquinista, porque ahora le ha dado por querer trabajar en los trenes cuando sea grande. El hombre sonrió: mejor dedícate a otra cosa. Pero me mostró el funcionamiento de la máquina, para qué servían todas las palancas y botones. Recuerdo mi extrañeza ante la simplicidad del equipamiento, yo creía que las locomotoras eran un amasijo de cables y conexiones. Pero aquella cabina era francamente minimalista. Por último, me dejó hacer sonar el silbato. Ahora lo valoro: ese ha sido uno de los días más felices de mi vida. Llegué a mi casa completamente enamorado de los trenes. El amor todavía dura.

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