Una promesa que no se ha cumplido

Algunos de ustedes llevan años leyéndome (algo que me llena de mucha satisfacción), así que con toda seguridad sabrán el influjo grande que tuvieron mis abuelos en mí. Alguien un día incluso pareció molestarse por la cantidad de veces que yo hablaba de ellos en mis crónicas. “Cualquiera pensará que tus abuelos eran perfectos”. Y yo le respondí: “Chico, ahora que lo pienso, sí, eran perfectos”. Claro que eso resulta un poco exagerado, mis abuelos eran personas normales y corrientes, con virtudes y defectos, pero puedo decir con complacencia que con muchas más virtudes que defectos. Yo recuerdo que uno de los días en que me sentí más orgulloso en mi vida fue el que recibí la visita de mi abuela en la escuela primaria. Venía con mi mamá, caminando despacito, y se paró frente a la puerta de mi aula. Una de mis compañeras de estudio la vio primero y exclamó: “¡La abuelita de Caperucita!”. Y es que mi abuela era tan linda que parecía una abuelita de cuento infantil. Los niños se alborotaron hasta que la maestra dijo: “No, no es la abuela de Caperucita, es la abuela de Yuris”. Mi abuela se reía de lo lindo y yo fui corriendo —y tengo que reconocerlo, bastante engreído— a darle un abrazo y un beso. Pero ahora no voy a hablar de los abuelos que conocí y quise, sino de mi abuela paterna, María, muerta en la plenitud de sus 22 años. Obviamente, no alcancé a conocerla. La única imagen que tuve de ella durante muchos años fue la foto que ahora encabeza esta crónica. Pero un día viajamos con mi papá a Camajuaní, su pueblo natal, y allí visitamos a una señora muy anciana, que según mi padre había sido la mejor amiga de mi abuela. No recuerdo su nombre, solo sé que era muy vieja, pasaba de los noventa años. Con casi toda certeza debe haber muerto, imagínense que eso fue hace casi veinticinco años. Mi padre nos presentó a mi hermano y a mí, con cierta grandilocuencia: “Estos son los nietos de María”.

La señora comenzó a hacer cuentos de su juventud, de  cuando ella y mi abuela jugaban en el parque del pueblo (bien vigiladas por sus cuidadoras, recuerdo bien ese detalle), de cómo fueron creciendo y se hicieron buenas amigas. “Ella me lo contaba todo y yo le contaba todo a ella”. Mi padre preguntó: “¿Todo?” Ella asintió y entonces él fue directo a la carga: “Entonces tú debes saber el secreto de mi nacimiento. ¿Quién fue mi padre? Han pasado muchos años, así que ya puedes decírmelo”. La señora suspiró: “Nórido, le hice un juramento sagrado a tu madre, no lo voy a romper nunca”. Mi papá lo tomó con buen humor, pero yo quedé muy decepcionado, porque mi papá me había dicho antes que a lo mejor después de esa visita iríamos a conocer a mi abuelo paterno. Él tenía algunas sospechas, pero no quiso decirme nada en concreto. La visita se extendió toda la tarde, mi papá se puso a conversar con los hijos de la anciana, mi mamá con las mujeres de los hijos, mi hermano seguro se puso a hacer alguna diablura y yo me quedé sentadito junto a la señora, viendo por fin muchas fotos de mi abuela cuando era niña, adolescente y joven. Quise pedirle alguna para nuestra colección, pero la anciana dijo que esas fotos eran su tesoro mayor, que no se iba a separar nunca de ellas. (Lástima, sabrá Dios a dónde han ido a parar). En determinado momento, la anciana me preguntó cómo me llamaba. Yuris —respondí. Se puso un poco triste. Yuris Nórido —dije enseguida. Se le iluminó el rostro. “Tu padre cumplió la promesa que le hizo a su madre. Ella, cuando ya estaba enferma, le pidió que le pusiera Nórido a su primer hijo”. Yo puse cara de circunstancias porque en ese momento a mí no me gustaba mi segundo nombre. La anciana me apretó la mano: “Prométeme que cuando tengas un hijo, le pondrás Nórido.” Lo prometí por prometer. La vieja cerró el álbum y se recostó, agotada: “¡Vete a jugar ahora con tu hermano!”

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