Velorios

No me gustan los velorios. Me parecen un regodeo morboso en el sufrimiento. Una formalidad caduca. Un exceso de dramatismo. Una ceremonia que extravía su sentido. Obviamente, me cuesta rebelarme a la tradición. Y por el peso del compromiso o por la fuerza de la amistad he tenido que asistir a más de uno. Además de los que me han tocado inevitablemente, los de mis familiares más cercanos. Pero incluso en esos, en los que el dolor ha sido raigal, el cansancio ha podido más.

En el velorio de mi padre, solo mi madre y mis tías estuvieron despiertas toda la noche. A las cuatro de la mañana yo mismo me quedé dormido, en el sillón incómodo de la funeraria. Me desperté sobresaltado, avergonzado por lo que me pareció una falta de sensibilidad. Pero ya les digo: casi todo el mundo dormía. ¿No hubiera sido mejor que cada uno se hubiera ido a descansar a su casa?

Yo hubiera preferido un funeral mucho más corto. Logré adelantar el entierro, previsto casi al mediodía. Bien temprano en la mañana despedimos a mi padre, en el cementerio de Sabanita, en la misma bóveda donde descansan mi abuela y mi abuelo. No fue mucha gente al entierro, estaban solo los íntimos.

Alguien me explicó las bondades de nuestros velorios. Yo le dije que prefería la tradición anglosajona, donde el funeral suele ser más somero y menos tremebundo. Esa persona, que es una persona muy inteligente, me ripostó: “Pero los anglosajones lidian peor con el duelo. Esa sencilla ceremonia no les alcanza para exorcizar todos los dolores. El velorio de la tradición latina puede parecer excesivo, pero el cansancio de tantas horas acaba por atenuar la tragedia de la muerte. Después del entierro, los dolientes van a descansar la mala noche. Cuando despiertan, están más tranquilos, más conformes. Sienten que han cumplido con el muerto, que le han rendido todos los homenajes posibles y que ya es hora de seguir viviendo”.

Me pareció un punto de vista interesante; es más, creo que tiene toda la razón. Los latinos siempre hemos sido pródigos a la hora de manifestar nuestras alegrías y nuestros dolores. El velorio funciona también como espacio de interacción social, lugar para encontrar amigos que hacía tiempo que no veías, para contarse las últimas noticias y los últimos chismes, para incluso hacer cuentos y bromas… Y todo en el contexto mayor del tributo al difunto: hasta el chiste más irreverente es de alguna manera un homenaje. La normalización de la muerte, diría mi amigo.

Yo recuerdo perfectamente mi primer velorio. Ya era un adolescente. Mis padres, que iban mucho a los velorios, consideraban que no eran un acontecimiento apto para los niños. Así que la primera vez que entré en una funeraria fue cuando murió el abuelo de una querida amiga, compañera del instituto.

Me turbé un poco ante las muestras de dolor de los familiares: cada vez que entraba alguien más o menos cercano, se sucedían las exclamaciones, los abrazos, las lágrimas. Por suerte, mi amiga simplemente me abrazó y me dio las gracias por estar allí.

Ahí estaban, por supuesto, muchos de mis amigos del instituto y de la secundaria. Hicimos un grupo, nos pusimos a conversar. Los temas, al principio, eran muy serios, hasta solemnes: la efímera condición de la vida, la importancia de los afectos, los muchos valores y virtudes del difunto.

Pero poco a poco la tertulia se fue animando, yo creo que sin proponérnoslo, y a la media hora ya estábamos haciendo cuentos bastante subidos de color.

Los que me conocen saben que se me da bastante bien narrar anécdotas. Incorporo personajes y recreo las situaciones. De cuando en cuando exagero un poquito, para que la historia tenga más sazón. Estaba muy entusiasmado contando una aventura de una escuela al campo cuando escuché a mi amiga romper a llorar. No la habíamos visto, estaba sentada cerca de nosotros, detrás de una columna. “¡Ay Yuris, cómo se rió mi abuelo el día que tú le hiciste ese cuento!” Y se deshizo en lágrimas.

Yo no supe qué hacer. Balbuceé una disculpa, pero no logré consolar a mi amiga. Me fui a mi casa con la carga de la culpa, a pesar de que todo el mundo me dijo que esas cosas pasaban constantemente en los velorios. La vergüenza me duró días. Decidí que iría a muy contados funerales. Espero que muchos de mis amigos hayan perdonado mi ausencia.

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