Vida eterna en Facebook

Hay un día del calendario en que Facebook me recuerda que cierto amigo, un gran amigo, está cumpliendo años. El problema es que mi amigo está muerto. El anuncio de Facebook siempre me toma desprevenido, me da escalofríos. El otro día, por extraño morbo, abrí nuestra ventana de chateo y leí, con cierta congoja, nuestra última conversación. Hablamos de algunos temillas fútiles, hicimos algunas bromas, nos interesamos por el curso de nuestras vidas profesionales, me mostró una foto del carro que se acababa de comprar, le pregunté cuándo pensaba venir de vacaciones a Cuba, me dijo “cuando me dejen” (era un reputado médico, decidió quedarse en México después de un congreso internacional), hicimos votos porque fuera pronto, le dije que me esperara un momento, que iba a ir al baño, me respondió que se iba a acostar, que estaba cansado, que tenía que levantarse temprano, un beso grande, seguimos hablando mañana o pasado, no te quedes hasta muy tarde en el trabajo, chao… Y eso fue todo. Un mes después supe de su muerte.

Pero para Facebook, él sigue vivo. Sigue siendo un número en las estadísticas. Sigue integrando grupos. Tiene galería de fotos, libros y películas preferidas en su muro. Cumple años… Yo supongo (no me queda muy claro) que después de determinado tiempo sin interactuar, la red social te de baja. Tendría que leer el reglamento, las normas de funcionamiento, algo que casi nunca hago. Pero lo cierto es que todavía mi amigo está ahí. Como vivía solo es probable que nadie sepa su contraseña. Ni la de Facebook, ni la de Twitter, ni la de su cuenta de correo electrónico en Yahoo. Todavía debe recibir allí sus boletines médicos, los titulares de sus periódicos preferidos, las recetas de cocina que le enviaban todas las semanas desde un sitio en Italia. Incluso, los mensajes de algún amigo despistado: “¿qué tal Fulano?, hace años que no sé de ti, ¿cómo te va la vida?”.

La existencia virtual plantea semejantes desafíos: vivir más allá de nuestra muerte. Tiene, si se mira, hasta cierta implicación mística. Otro amigo, que odia las redes sociales, dice que la gran desgracia de nuestro tiempo es la suplantación de las experiencias concretas, de las relaciones interpersonales, incluso de los romances y las relaciones sexuales… por rutinas digitales y asépticas, carentes de la emotividad de un abrazo físico, de un beso, de una bofetada. “Todo en la computación, al final, se puede reducir a dos números: uno y cero. ¿A quién se le ocurre reducir todas las buenas y malas cosas de la vida a una ecuación matemática?” —se exalta. “Es que la matemática también es parte de la vida. Y Facebook no tendría que reducir tu espectro, sino más bien ofrecerte un nuevo ámbito de interacción con tus amigos” —le digo yo, por no quedarme callado.

Pero en realidad yo también me he quedado pensando más de una vez. Si yo muero fulminantemente (que el Creador no lo quiera, estoy tocando madera), ¿quién va a cerrar mi blog? ¿Quién va a anular mi cuenta de Facebook? Acabo de decidir que le voy a dejar escritas mis contraseñas a Lester, por si acaso. Aunque al final, mirándolo desde otro punto de vista, tampoco es que sea tan importante. ¿Qué minúsculo espacio ocupo yo en la gran red de redes? Mi muerte pasará prácticamente inadvertida. Seguiré siendo, en última instancia, una cifra, como todo lo que es y lo que ha sido. Todo es número, señoras y señores. Hasta Dios.

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