Chucherías

A estas alturas resulta, lo reconozco, difícil de creer, pero allá va: durante mi infancia, en La Habana de los postreros sesenta y primeros setenta, a cada niño que entraba al cine el domingo atraído por la matinée, le daban, gratis, un paquetico de conos de chocolate. Por lo menos en el Acapulco de Nuevo Vedado, que era mi cine de barrio. Claro que ya desde entonces algunos cabroncetes hacían gala de un pragmatismo escasamente compatible con el Hombre Nuevo, entrando al cine para salir enseguida por una puerta lateral y volver a ponerse en la cola.

Mi generación, que se suponía iba a ser la primera receptora de los beneficios del socialismo por el que se sacrificaron de buen grado nuestros padres (bueno, si no todos, la mayoría) tuvo todavía algunos privilegios gastronómicos. Fuimos criados con leche y carne de res; en el área de las golosinas, a esos conos domingueros se sumaban la malta, los masarreales y las legendarias naranjitas (unos dulces de sabor vagamente cítrico y forma de media luna) en la merienda, el chocolate Pionero en polvo (supuestamente para mezclar con leche pero que yo me comía a escondidas hasta que mi madre me descubría), las compotas y jugos rusos, los refrescos liberados, más tarde el Alimento Tónico Fortificante (otro chocolate, este granulado, que también era como para vaciar la lata a cucharadas), etcétera. Bien es verdad que estos manjares tenían, más allá de su ínfimo precio comercial, otro mucho más duro de pagar: el de comernos, en la vida diaria, un cable tras otro.

No tuvimos chicle. Esa mierdita olorosa venía a ser, para quienes nos educaban, un comprimido de sociedad de consumo, una píldora venenosa que, nada más masticarla, te envenenaba la sangre de capitalismo de alto octanaje. Un recuerdo que habla por sí solo (y que estoy seguro compartirán muchos coetáneos) ha de ser de 1970, año más o menos: la primera vez que tuve un chicle en la boca. Sólo que, antes de llegar a la mía, había pasado por las bocas de una decena de niños del aula, partiendo de una matriz que debió ser el hijo de alguien que viajaba; lo que mastiqué, entonces, fue una cosa insípida, inficionada por restos de comidas ajenas. Luego, ya pasando la secundaria en la Lenin, quien viajó fue mi padre… a la URSS, de donde trajo unos chicles Adams fabricados allá (¡!) que ahorré cuanto pude: inauguraba una tableta el domingo por la noche, a la entrada del pase, y lo conservaba durante toda la semana, pegándola bajo la taquilla, como un moco, a la hora de dormir, y recobrándola a la mañana siguiente.

Aunque existía el chocolate en polvo, no había tabletas de chocolate. A veces sacaban Peters (el nombre popular) aquí y allá, tan inesperados como una guerrilla urbana. Pero en el parque Lenin surtían (subrayo los verbos clave) a menudo. Una cola de seis horas en el parque Lenin para regresar en guagua con tres o cuatro Peters (daban dos por persona, o algo así) se consideraba una excursión afortunada.

Recuerdo también cuando una noche (de nuevo en los tempranos setenta) mi papá, solemnemente, picó en tres porciones al final de la cena una cosa nueva que acababa de salir, y que los viejos y yo nos comimos en adoración y silencio: un queso crema.

Viajar por primera vez fuera de Cuba significó descubrir cuántas chucherías me estaba perdiendo, hasta dónde tenía que reformular el concepto. Los chocolates Toblerone, Milka, Merci o Lindt, cuya mera existencia ignoraba (siendo alérgico al huevo, no puedo comer Toblerone, pero el impacto visual no fue menor), los Nachos o Totopos y su milagrosa química con el guacamole o el queso Cheddar untable, los frutos secos más exóticos (macadamia, nueces de Brasil, dátiles, pistachos)… Algo tan simple como las rositas de maíz tuve que redescubrirlas en el extranjero. Era como haber visto el mundo en cassettes VHS y descubrir de pronto la alta definición.

Como ocurrió con la utopía, la calidad y presentación de las golosinas locales fueron decayendo. Los caramelos degeneraron de paquetes de unidades primorosamente envueltas a una masa pringosa que se vendía por el peso. El chocolate dejó de tener una denominación concreta. Aparecieron los Extrusos de maíz (debe ser difícil encontrar un nombre comercial más espantoso, probablemente obra del mismo estro sutil que más tarde creó las Tiendas de Recuperación de Divisas) que la gente bautizó Chicoticos, hasta que terminaron por llamarse así. Pero eso fue bien avanzados los ochenta, y ya yo contaba veinticinco años o más. Daba igual. Si del Período Especial me quedó un hambre pertinaz, de mi infancia, entre otras secuelas, conservo una irrefrenable (y, a estas alturas, peligrosa) avidez por las chucherías.

El panorama actual de nuestro parque de chucherías es… bueno, como el panorama del país. Las golosinas nativas siguen cubriendo más o menos las mismas áreas, aunque algo se ha ganado en el camino: se popularizaron las barritas de maní o ajonjolí, los cucuruchos de maní y coditos fritos y salados, el popcorn y las barritas de caramelo, presentes a la entrada de cualquier teatro –y no dentro, como en el resto del mundo-; en lo tocante a las foráneas y globalizadas, a veces surten Skittles, chocolates Ritter, gomitas Haribo y frutos secos. Carísimos. Tras décadas de ausencia reaparecieron los turrones a fin de año, ya no sólo los clásicos de Jijona y Alicante, sino trufados, de chocolate, de frutas, etc, de calidades bajas a medianas. De cualquier modo, es rara la semana en que no destino un par de Cucos para la adquisición de algún tipo de dulces o chips, que luego devoro insalubremente ante la tele.

Como Dios manda.

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