Cubano 84,8 por ciento

Ventana en La Habana. Foto: Desmond Boylan.

Ventana en La Habana. Foto: Desmond Boylan.

Aunque no sea un instrumento infalible ni mucho menos, puesto a evaluar mi cubanidad prefiero el test que aparece en los minutos finales de Nada (2001), de Juan Carlos Cremata, que la legitimación emanada de carteles al estilo “Cubano ciento por ciento”, que todos recordarán.

Cubano ciento por ciento suena a segregación racial, ¿no?, implica que si eres, digamos, nativo al 84,8 por ciento no resultas tan genuino ni vales tanto como un orgulloso espécimen puro. Durante años dimos por legítimo truismo que los cubanos cabales somos los que no emigramos: los otros son gusanos, ex cubanos, híbridos. Los fieles bailamos en las calles, somos dicharacheros y prestos al choteo, devotos a la pelota y a los chicharrones de puerco. Y estamos convencidos de que no hay cielo tan azul como mi cielo.

Todo eso es mentira. Yo mismo soy un cubano bastante raro. Para empezar, nací en Moscú, en 1962, cuando mi padre fue allá a estudiar Economía Política del Socialismo. Como estaba recién casado, se fue con la vieja, y voilà. Así que técnicamente Cuba no es mi suelo patrio, aunque ellos me inscribieron enseguida en el consulado cubano. Dos semanas después vino la Crisis de Octubre.

No sé bailar. Durante varias décadas, sucesivas hornadas de voluntarias han intentado enseñarme los rudimentos de la técnica danzaria, y todas fracasaron y se dieron por vencidas y se resignaron a bailar con otros en las fiestas. No es modestia, no se trata de que baile más o menos, de que tire mi pasillo y escape. No sé bailar nada, como si llevara caderas de platino.

No me gusta el deporte. De hecho, no entiendo la emoción deportiva. (Ni siquiera soy particularmente bueno o adicto al dominó). No sé qué tienen que ver conmigo los azarosos corre-corres de un puñado de tipos sudorosos en un estadio, y porqué debo adorar a unos y odiar a otros. Entiendo que subyace un tozudo patriotismo que está más allá de las contingencias políticas, pero de cualquier modo sigue sorprendiéndome que un gordo de San Miguel del Padrón que gana una miseria, nunca ha salido de Cuba y no oculta su resentimiento con el gobierno, salte y chille cuando el equipo nacional de lo-que-sea obtiene una victoria, por qué grita “¡Ganamos!” Bueno, estoy consciente de que el problema es mío: tantas moscas no pueden estar equivocadas.

Me gusta el rock, y muy poco la salsa. Esto último se entiende por sí solo, habida cuenta de las confesiones anteriores. Generacionalmente soy de aquellos que abrazaron el rock como una bandera de rebeldía, allá en la Vocacional Lenin en los 70, y luego seguimos abrazados a él porque nos habla directamente al alma. Detesto el reguetón, pero supongo que tiene derecho a existir. Me gusta la trova –tradicional, nueva o novísima– el jazz y algunos salseros, pero ya bien rebasados los 50 sigo militando en el partido rockero.

¿Qué es lo cubano, hoy? Mirando atrás, resulta evidente que nos inculcaron un criterio cada vez más restringido, como si la nacionalidad fuese una militancia: hay que merecerla, y se pierde con facilidad si los de arriba entienden que tu comportamiento es indigno de condición tan honorable.

¿Es un negro bailador, excepcionalmente dotado y devoto a los Industriales más cubano que yo? Miramar y el Vedado no suelen aparecer en los documentales o ficciones sobre Cuba filmados por extranjeros, y cada vez menos en los de cineastas cubanos. Es como si algunos barrios fueran más cubanos que otros, como si las fronteras de la nacionalidad las estableciera el cliché de los edificios en ruinas y los viejos autos americanos. Como si todas las cubanas fueran la Cecilia del espantoso corto de Julio Medem en la abominable 7 días en La Habana (2012), y los cubanos del primero al último chulos, deportistas o músicos, cuando no todo eso a la vez. Como si los únicos temas que vale la pena tratar cuando se habla de Cuba fueran la pobreza, la represión contra el homosexualismo –nadie muestra a los homosexuales en la normalidad, a la pareja estable que convive, trabaja y saca a su perro por las mañanas–, las jineteras y el sueño migratorio.

Volvamos a mí. El arquetipo del cubano estaría incompleto sin dos características esenciales: se tiene por el más cómico y el que mejor tiempla. Bueno, la verdad es que no soy exactamente un tipo divertido y dicharachero. Tengo mis días, pero también puedo resultar hermético y reconcentrado. Y en la mecánica horizontal, como la llama Boris Larramendi, supongo que soy más bien normalito.

…Y sin embargo, soy cubano. Cubanísimo, cubano con cojones. Como todos los emigrados –incluso aquellos que reniegan de su origen–, como los que bailan, los que se apasionan en el Latino, los mulatos y los negros, los comunistas y los que forman peñas de tango.

Los clichés, vengan de aquí o de allá, son para los turistas y los políticos, esa gente rara. Un país unido es una utopía; un país homogéneo, una locura peligrosa.

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