Daniel y las maravillas

Daniel Díaz Torres y Eduardo del Llano. Foto: Cortesía del autor.

Daniel Díaz Torres y Eduardo del Llano. Foto: Cortesía del autor.

Un tipo empieza a recibir anónimos elogiosos (“Su mujer le es fiel”, “Todos lo quieren en su trabajo”) y se preocupa pues según su experiencia los anónimos suelen ser amenazadores, de manera que el nuevo contenido, lejos de alegrarle, lo intranquiliza. Decide entonces salir a la calle y portarse mal para que los futuros anónimos recobren el tono ominoso que dicta la tradición…

Esa historia, “Usted es un hombre feliz, salió publicada en DDT en algún momento de 1987 como tantas otras, antes y después, rubricadas por el Grupo NOS-Y-OTROS que yo dirigía. No era un mal cuento, pero tampoco nuestro favorito, así que nos sorprendió muchísimo que un par de días más tarde nos llamaran del DDT para decirnos que un cineasta –cuyas iniciales, cosa curiosa, coincidían con las de la publicación humorística– estaba interesado en el mencionado relato como posible base para su próxima película, y en consecuencia quería conocernos y hablar del proyecto.

Así conocí a Daniel. Yo tenía unos veinticinco años y, como mis amigos del grupo, jamás había pensado dedicarme al cine. Creo que se nota en las primeras versiones de Alicia en el pueblo de Maravillas que perpetramos: nuestros chistes eran de todo menos sutiles, centrados en el diálogo; no sabíamos crear una escena, mucho menos dónde terminarla. Daniel nos lanzó al ruedo a ver qué pasaba, pero al mismo tiempo depositó en nuestro talento una dosis de confianza probablemente excesiva. De una versión a otra fueron clareando nuestras filas, mis colegas del grupo se iban desentendiendo de una labor a todas luces interminable, y a la altura de la séptima versión sólo quedaba yo junto a Daniel. Sin embargo, aportes e ideas de cada uno sobrevivieron hasta la redacción definitiva.

Mi cultura cinematográfica nunca ha sido gran cosa, pero entonces tenía más lagunas que Finlandia, así que una de las primeras tareas que asumió Daniel fue irme alfabetizando a golpe de cassette VHS. Como era evidente mi inclinación por la comedia, me descubrió a Lubitsch, Preston Sturges y mucho de Billy Wilder, a Woody Allen, Dino Risi y Monicelli, joyitas europeas,  latinoamericanas y asiáticas; me pasó libros de guión y me inscribió en cursos. Si algún oficio he conseguido en todos estos años se lo debo a él.

Después de mi primer guión, que casi fue el último –Alicia.. dio lugar al escándalo de sobra conocido, luego de su estreno el 13 de junio de 1991, con todos aquellos artículos repugnantes (La suspicacia del rebaño de Bruno Rodríguez, Alicia: un festín para los rajados de Roxana Pollo, aquella inolvidable acusación de Ada Oramas de ser, Daniel y nosotros, larvas coleteantes en el pantano del oportunismo)– Daniel no renegó del guionista bisoño que había moldeado, seguimos viéndonos y hablando de proyectos posibles. Hizo Quiéreme y verás en el interregno, y luego volvimos a la carga con Kleines Tropikana, y después Hacerse el sueco, Lisanka, La película de Ana… Me presentó a Fernando Pérez, con quien hice La vida es silbar y Madrigal, y a Gerardo Chijona, que me reclutó para Perfecto amor equivocado

Quien nos escuchara durante una sesión de trabajo pensaría que de un momento a otro nos atacaríamos mutuamente a machetazos: Daniel tenía esa voz potente y sólo sabía hablar en voz alta y con una vena latiéndole en el cuello; mi metal es más agudo, pero lo que puedo perder en gravedad lo gano en vehemencia, así que cuando discutíamos en la salachico, es que hay que ser medio anormal para pensar que ese personaje pueda reaccionar así en ese momentomi mamá asomaba a cada rato, pensando sin duda que la posibilidad de encontrar a uno estrangulando al otro no era del todo descabellada… Entonces, de pronto, uno soltaba una idea feliz y los dos nos regocijábamos y empezábamos a desgranar posibles desarrollos y hasta diálogos sin importar quién la hubiera lanzado en primer lugar: el guión era verdaderamente de los dos, y si la nueva idea lo enriquecía, era de ambos la alegría ante el hallazgo.

Daniel disfrutaba del rock de los sesenta y setenta, y más de una vez me pasó algún CD recién comprado. También lo entusiasmaba un buen libro y no tenía reparos en prestarlo, que es mucho más de lo que puede decirse de mí.

Al respecto recuerdo una anécdota muy divertida bien que de tono bastante escatológico, de manera que quien lo prefiera puede saltarse lo que queda del párrafo: en cierta ocasión le regalaron todos, o casi todos, los libros de ese grande del humor que fue el rosarino Roberto Fontanarrosa, y me los fue dando de uno en uno. El cuarto o quinto se llamaba Usted no me lo va a creer, título, como se verá, sumamente apropiado. De hecho, Daniel no lo había leído aún al prestármelo, pero lo hizo por pura bonhomía y porque puedo ponerme, eh, muy insistente. El caso es que pertenezco al gremio de los que leen mientras están sentados en el inodoro. Esa mañana aciaga leí, terminé lo mío, puse el libro encima del tanque de cerámica para presionar la palanquita… y el cabrón volumen de portada verde resbaló, no sé cómo, y cayó dentro, abierto como un plumero. Un libro nuevo, virgen, que su dueño no había leído. Dos horas más tarde, con la culpa gravitando sobre mí, marqué el número de Daniel. Mi posterior explicación habría ganado cualquier concurso de retórica. Con un leve encabronamiento pero con grandeza de espíritu, Daniel me perdonó, y lo que resulta todavía más inexplicable, siguió prestándome libros después de tan asqueroso accidente. Si eso no habla bien de la amistad que me profesaba, no sé qué otra cosa podría hacerlo.

Daniel era un tipo culto, apasionado del cine, un gran conversador con un extraordinario juicio crítico. Como cineasta era más emotivo que perfeccionista, fórmula que también parece ser la mía. Frente a reveses e injusticias se deprimía como todo el mundo, pero el bajón le duraba poco, su naturaleza de luchador se imponía en breve. Su obra, las más de las veces en clave de comedia –a menudo paródica, otras entreverada con motivos dramáticos– describe con imaginación y jiribilla la Cuba de los últimos cincuenta años, buscando siempre giros ingeniosos en la historia que la apartaran del devenir obvio, de la crónica chata.

Daniel estuvo en mi vida durante más de un cuarto de siglo. No sólo fue el tipo que me introdujo en el cine, mi maestro, no sólo fuimos colegas que se llevan bien: era mi amigo cabal. Me recuerdo llorando –casi literalmente– en su hombro tras un desengaño amoroso, como lo evoco reseñándome con entusiasmo los libros que leía y las películas que le fascinaban. Era el primero en leer mis textos y ver mis trabajos fílmicos, en elogiarlos o criticarlos con sinceridad y buena onda, y no esperaba menos de mí. Como sus amigos, sus alumnos y colegas de la EICTV, durante años busqué y escuché sus consejos, y casi siempre los seguí. Ya enfermo, me sugirió a determinada actriz para una escena de la película que yo estaba prepararando… y fue esa la actriz escogida. Luego, durante el primer Festival de Cine sin él extrañé sus recomendaciones, el mapa que me proporcionaba para acorralar los títulos imprescindibles y no perderme en la selva oscura del cine mundial.

Fue mi hermano mayor, y él lo sabía. Los amigos entran y salen de tu vida por causas diversas: se gradúan, emigran, se convierten en otra cosa… Daniel y yo sobrevivimos a todo. Él trabajó eventualmente con otros guionistas, yo empecé a dirigir en 2004, pero seguimos manteniendo la relación de siempre, la que funcionaba.

Daniel fue un hombre lleno de proyectos, que lo ilusionaron y mantuvieron lúcido hasta el último momento. Nos vimos por última vez catorce días antes de su absurda partida; fue duro verle entonces, pero enseguida empezamos a hablar de cine y volvió la magia. Ahora me salva recordar esas charlas, su sentido del humor y su energía, y creer que cualquier día me llamará de nuevo para meterle mano a una historia virgen.

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