Dime la dos

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Recuerdo perfectamente el día en que una de mis hijas me comentó, como si fuera lo más natural del mundo, que en su escuela se vendían los exámenes.

Sería lo más normal para ella, pero para mí fue un shock, una de esas certezas que casi preferirías no tener. Es que cuando yo era estudiante, allá por los 70, también se cometía fraude, pero era un riesgo, y sabías a qué te exponías. Susurrarle al vecino “dime la dos” o desplegar un chivo podía costarte caro, porque el ojo vigilante del profesor podía detectarte. Ahora resulta que es el profesor quien te vende las respuestas.

Pero los educadores hacen mucho más que eso. Si no siempre le ponen precio al examen o copian directamente las soluciones en la pizarra para que nadie suspenda y tener una promoción masiva, es porque han encontrado otro método de mercar con su saber.

En mi época ibas a clases, estudiabas por tu cuenta, y te enfrentabas a la prueba. Ahora no, ahora nadie en su sano juicio encara el examen sin haber pasado varias noches a la semana en contacto con uno o varios repasadores (según sea su saber especializado o multioficio). Repasadores que con no poca frecuencia son los mismos profesores que durante el día no dan la clase o la imparten rápido y mal. Es un mecanismo no muy diferente al del técnico que te dice en el Consolidado “no, esa pieza está en falta, pero si tú quieres, yo la tengo en mi casa”.

El padre se quejará de que no gana para pagar 2 CUC por sesión a cada repasador. El profesor dirá que tiene que vivir, que la cosa está muy dura, que todo el mundo lucha su yuca, que la culpa es del Ministerio de Educación y de la mierda que le pagan. El Ministerio dirá que hace lo que puede con el presupuesto asignado y hablará del bloqueo. Y todos tendrán razón… hasta cierto punto. Como en Who killed Davey Moore de Bob Dylan, cada encartado se zafa diciendo que la responsabilidad recae sobre los hombros de otro, lo que al final significa que la culpa no es de nadie.

El punto, a mi modo de ver, es que por hechos y hábitos como estos, las nuevas generaciones ya tienen incorporados los chips del descreimiento y el cinismo. Ya no son rebeldes, dan por sentado que nada por acá tiene arreglo y que la única razón para aprobar la escuela es poder largarse apenas graduado a otras latitudes e intentar materializar por allá sus anhelos de prosperidad personal. No digo yo. Hay excepciones, desde luego, quedan educadores honestos y chicos para quienes el saber tiene sentido por sí mismo, jóvenes para quienes las utopías y los ideales todavía significan algo. Pero son excepciones, no mayoría.

Quiero que este país les dé una oportunidad de futuro a mis hijas… o más bien que mis hijas le den una al país. No hay que olvidar que salud y educación siguen siendo los maltrechos sobrevivientes de una ristra de argumentos a favor del sistema.

Y no se trata de idealizar el pasado: en los 70 había un montón de problemas, y la Educación no estaba ni mucho menos exenta de ellos, pero con todo había cierto margen para el entusiasmo de Silvio en Canción de la nueva escuela… al menos porque los errores todavía podían ser interpretados como los tropiezos iniciales más o menos lógicos en todo proceso. Hoy no caben las excusas.

Tampoco tranquiliza la enumeración de los problemas de la educación en otros países. Flaco consuelo es centrarse en la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. O, como lo escribirían las víctimas de nuestra hecatombe educacional, la biga en el propio.

 

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