El banco del espanto

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Como casi todo –con la posible excepción de los dolores de muelas– los bancos tienen días buenos y malos. En uno bueno, llegas y finiquitas tu trámite en pocos minutos. En uno malo, resulta más fácil robarlo que conseguir que te atiendan.

Hace poco fui, temprano en la mañana y lleno de fe en que un mundo mejor es posible –al menos en el plano teórico– a cobrar un cheque; marqué detrás de un tipo con un pulóver rojo. El cheque era por poco más de 100 pesos cubanos… y ahí radicaba el primer problema: no se trataba de una cantidad lo bastante grande (por 10 mil pesos cualquiera se sacrifica y se mete el día en una cola) pero tampoco lo bastante pequeña para resultar despreciable; en definitiva era dinero mío, los derechos de autor por cierto artículo, y no me daba la gana de renunciar a ellos solo porque la institución bancaria no tuviera capacidad para contener a la multitud que aguardaba, estoica, su turno y hubiera, por consiguiente, un molote adicional afuera.

Media hora después ya no estaba tan seguro. Apenas si había vencido la mitad de la cola externa, todavía faltaba la interna –que desde mi posición no veía pero se me antojaba inacabable, en un recinto atestado como el Metro de México DF en horas pico– y no tenía todo el día para aquello. Podía regresar más avanzada la semana, pero la verdad era que había dejado lo de cobrar el cheque para casi el último momento, en 48 horas dejaría de ser válido. Me entretuve analizando el panorama como un testigo objetivo.

A quien niegue que la población cubana envejece lo invito a asomar la nariz por cualquier banco los días del pago a jubilados. Si sumas la edad de todos esos ancianos que coinciden en un momento dado en la cola para cobrar durante esos días fatídicos, obtienes la edad de un tiranosaurio. De un tiranosaurio veterano, además, un patriarca nacido en los primeros días del Jurásico, cuando los anfibios comentaban “tú verás que ahora la cosa se arregla, dicen que en el Jurásico hay de todo”. En esos momentos siento por cualquiera que rebase los 60 el mismo nivel de simpatía que por un oxiuro o un tigre hambriento. Encima, a los ancianos hay que explicarles las cosas con más detenimiento, lo que significa que cada cliente de la tercera edad consume el triple de tiempo que un muchachón de la segunda. Luego piensas que ellos no tienen la culpa, y que tú mismo eres ya un cincuentón, y suspiras, apostólico.

Hay una cola para las mesas y otra para las cajas. Ya eso es de por sí bastante complicado, pues no siempre sabes con certeza si tu trámite se realiza en estas o aquellas. Por demás, hay otras categorías menores, como empresas, impuestos, trámites de embajada, etcétera. Y esa subdivisión no siempre se mantiene en la cola de afuera, donde no falta una señora que te advierte, con orgullosa amargura, que “es la misma cola para todo”. Luego sale una empleada del banco y, como un capitán de restaurant, llama “uno para la mesa”; añade que ella aclaró media hora antes que eran dos colas, y que no puede salir cada 5 minutos para repetirlo. Intentas entonces localizar a la señora que te pasó información falsa para estrangularla, pero claro, esa dulce viejecita ya está adentro, entre los elegidos.

Adentro, bueno, buscas aterrorizado al tipo del pulóver rojo, pero ha desaparecido. Eso, o te volviste daltónico de pronto. El individuo te había señalado a una viejita y asegurado que iba a su vez detrás de ella, pero ahora descubres seis o siete viejitas idénticas, indistinguibles como reguetoneros en pose, probablemente clonadas, en diferentes puntos de esa área con asientos que ya se te figura la antesala del Infierno. Le preguntas a la que más se parece a tu confuso recuerdo y dice que no, que detrás de ella iba una gorda con un pañuelo en la cabeza, y de pronto se mete en la conversación una flaca geniosa que te acusa de querer poner mala la cosa, e intervienen otros y la cosa se pone efectivamente mala pues surgen dos o tres focos de conflicto, y ahora todas las viejitas te miran acusadoras…

Recuerdas cosas que te han ocurrido o que otros te contaron, terroríficas leyendas del folklore bancario: giros que no llegan, documentos incompletos, firmas que faltan o no lucen como deberían… Al fin, rozando el temido horario de almuerzo, llegas y entregas tu cheque. La empleada lo escudriña por delante y por detrás, y cuando te dice que esperes un momento y va a consultar algún detalle con una colega, tienes la sensación de que se trata de un médico que pide una segunda opinión acerca de si un tumor es operable. Con suerte, la muchacha regresa, asegura que todo está bien y te pregunta cómo quieres el dinero. “Rápido”, habría sido tu respuesta si te lo hubiera preguntado al llegar, pero no te conviene señalarte y aún no tienes el tesoro en la mano, así que mascullas que en billetes de a 20 estaría bien. Lo recibes y sales, y al hacerlo miras a los que todavía esperan con altivez y lástima, como un veterano guerrero a los reclutas recién alistados.

Pero ese no fue mi caso. A los 40 minutos me rendí, le dije con dignidad a quien me seguía que ahora iba detrás del fantasmagórico individuo del pulóver rojo, y me fui. A la mañana siguiente cobré el cheque, prácticamente sin cola, en otro banco unas cuadras más abajo.

Salir de la versión móvil