El santo oficio

Foto: Jorge Royan.

Foto: Jorge Royan.

Hace algo más de un mes tengo un bateo de plomería en casa. No entraré en detalles, pero es desagradable, el tipo de percance al que uno no debería simplemente resignarse y aceptar como parte de los designios divinos, coexistir con él asumiéndolo como punición merecida por pecados cometidos o heredados. No, es algo que tengo que resolver. Y la manera de solucionarlo es contratando un buen plomero. Y ahí comienza el pintoresco Via Crucis al que se expone cualquier cubano cuyo habitáculo necesite reparaciones o mero mantenimiento doméstico… es decir, cualquier cubano.

Plomeros, albañiles, carpinteros y demás trabajadores especializados no constituirán la verdadera aristocracia criolla, pero a menudo se comportan como tal. Localizarlos es difícil; lograr que se comprometan casi imposible; hacer que cumplan su promesa, una absoluta quimera. Sin embargo, el amigo que te da su teléfono siempre dice “ah, yo conozco un plomero buenísimo”, así, sin medias tintas, como implicando que si no llegan a un acuerdo o algo se malogra la culpa será tuya, pues el tipo viene avalado.

No me cabe duda de que cuando aprenden el oficio, a esos esforzados profesionales se les exige también memorizar frases como “uf, ahí hay que levantar el piso” o “¿Dónde fue que yo vi hace poco una pieza como esa?”: estratégicos bocadillos que, junto a un dramático enarcar de cejas cuando les expones tu problema, constituyen parte del ABC gremial. De lo único que se puede estar seguro en el Universo es de estas tres verdades absolutas:

– El 90 por ciento de los juguetes infantiles son total o parcialmente amarillos;

– No hay razón sensata para que Tarzán esté invariablemente afeitado;

– Nunca, bajo ninguna circunstancia, ni siquiera a sabiendas de que así provocaría una hecatombe nuclear, un plomero o un albañil irá a tu casa el día en que aseguró que iría.

La cosa es peor cuando les explicas tu drama por teléfono y se huelen que tu apartamento es modesto y tu economía de clase media. Si vives en Nuevo Vedado o Miramar y eres el feliz propietario de una casa de cinco cuartos, o te compraste un apartamento que clama por una reparación capital, los del Santo Oficio se adherirán a ti como una rémora, ante la perspectiva de un trabajo dilatado que duplicará su buen nombre y su fortuna, y llevarán toda una brigada ya el segundo día –nunca el primero: noblesse oblige.

En cambio, para algo menos complicado y un hogar corriente, dirán que tienen muchos encargos a la vez, que en cuanto terminen la sumamente especializada faena que ejecutan en el Hotel X verán si pueden hacer un huequito para lo tuyo, que vendrán un día de estos, a lo mejor para la semana que viene… “Un día de estos”: esa es otra frase mágica que no significa nada, que crea la falsa ilusión de un compromiso. Me encantaría conocer un día de aquellos.

Luego, claro, el acuerdo inicial de costos no se cumple nunca. Siempre aparecen imprevistos, piezas que hay que reemplazar inesperadamente –piezas que, por lo visto, ya se fabrican rotas– más cemento a comprar, un transporte que hay que pagar para traer la piedra de Jaimanitas… La mayoría de las veces hay que encargarse también del almuerzo de los obreros, y es ahí donde uno descubre que “cualquier bobería, un pancito con algo” tiene detrás un Jesús que los multiplica. ¿Dije el acuerdo de costos? Bueno, el de tiempo es peor. Si tu película es vivir cien años, como diría Sabina, concierta con un albañil la muerte o el fin del mundo.

Uno puede apostar a que, de cada diez hogares cubanos, por lo menos en cuatro hay media docena de sacos de cemento apilados en un rincón, testigos mudos de una reparación que probablemente haya iniciado el abuelo y se ha extendido por generaciones. Si eres extranjero, podrías creer que se trata del último grito local en materia de decoración: “pues sí, la hija del viceministro tiene tres sacos de cemento en la sala, monísimos, niña, dicen que lo copió de una revista en que salían fotos de la casa de Jennifer López…”.

Si tienes mucha, muchísima suerte, al cabo de unos pocos quinquenios solucionas tu problema, aunque la solución implique tres raleas de azulejos en el baño, una llave de agua hipertrofiada y en colores chillones donde antes había una discreta, funcional y metálica, y un tubo (“para ir tirando, en estos días yo consigo el que es y vengo a instalártelo”) en medio del baño o la cocina. Eso, repito, si tienes más suerte que Luciano. Si eres un ser humano corriente, sabes que tienes unos días, tal vez dos semanas de felicidad hasta que se rompa otra cosa. O lo mismo. Y vuelta a empezar.

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