Guillermo Tell, revisited

Después de terminado un Congreso del Partido en que más del noventa por ciento de los delegados eran mayores de treinta y cinco años –de edad física, se entiende–, me viene a la mente la canción de Carlos Varela, el hijo de Tell y su anhelo por maniobrar con la ballesta del padre.

Mi generación, y tal vez también la que me sucedió, todavía quería utilizar esa ballesta que Tell estimaba podía estropearse en otras manos que las suyas.

Como los socialistas utópicos, confiábamos hasta cierto punto en que podríamos propiciar una sucesión generacional razonable si tan sólo conseguíamos convencer al rudo ballestero de Uri de cuán sensatos y bienintencionados éramos; de que la idea que nos movía era utilizar el arma de manera más cómoda, práctica y moderna, pero básicamente para lo que estaba diseñada, esto es, para tirar la flecha. Suponíamos que el padre se merecía un descanso y, una vez persuadido, agradecería nuestro ofrecimiento.

Hoy Tell no puede, no ya tirar la flecha con un mínimo de seguridad de que dará en el blanco, sino cebar la ballesta, alinear la flecha, recordar cómo se dispara. Él sigue proclamando que partirá la manzana por el medio y ni siquiera se da cuenta de que el bisnieto –pues el hijo tuvo descendencia– hace rato que se ha ido, y está en otro rincón de la plaza de Altdorf con su Iphone 6 en la mano, porque allí hay WiFi; precaria y carísima, pero WiFi al fin.

Al bisnieto de Guillermo Tell le interesa cada vez menos utilizar la ballesta familiar; o cualquier otra. No quiere adaptarla a su manejo, tomar la responsabilidad de proponer un nuevo método de uso, ni siquiera exige que el anciano guerrero ocupe su lugar y se arriesgue al tiro.

El chico piensa cada vez más en su progreso personal, en vivir mejor, en tener los derechos y posibilidades de cualquier otro joven del mundo, y su mente abandona los metarrelatos liberadores, la idea de unirse para luchar por una causa, de enfrentar la injusticia y virar esta tierra –o cualquier otra– de una vez; si un estado de cosas no le conviene, se muda a otro sitio donde el status quo sea más de su gusto. No quiere, en suma, cambiar el mundo, su proyecto de vida es pragmático y simple como un tema de reguetón.

Resulta estremecedor que a dos décadas y media de su estreno, la canción de Varela siga reflejando el abismo generacional en nuestra sociedad. Y cada vez es peor, naturalmente, pues los viejos son más viejos y los jóvenes… maduran.

El lenguaje de Tell y los suyos sigue siendo el mismo, el del recelo, de la desconfianza en las intenciones de cualquiera que no esté plenamente integrado a sus filas. (Y, como demuestra la historia reciente, también en las de aquellos que lo están).

Según su modo de ver, ningún otro proyecto, ningún otro discurso, ni la más mínima desviación son admisibles –bueno, a veces hay que tolerarlas estratégicamente, aunque la idea soterrada es volver atrás tan pronto sea posible– pues la nacionalidad misma se iría al garete…

Pero volvamos a tierra helvética y al siglo catorce. Guillermo suda, la mano le tiembla. Lo irónico es que no sólo el chico con la manzana en la cabeza ha cambiado, sino que ya ni la manzana es la misma.

Tampoco hay público en la plaza de Altdorf; la gente se ha cansado de esperar, muchos se han ido refunfuñando que lo de la maravillosa puntería del ballestero era cuento, y los que aún vivaquean por allí suelen estar, como el bisnieto, ensimismados en sus tablets y teléfonos móviles. Pierden la fe, y han descubierto que se puede vivir así. Y no como cuando uno está sin pareja, que sabe que más tarde o más temprano aparecerá otra, sino que ahora comprenden que sin la fe se está más ligero, y se puede seguir siendo buena persona. A veces mejor persona. Entonces, entusiasmados por el hallazgo, le pasan un mensaje de texto a sus amigos, sin importar que muchos de ellos vivan en el tenebroso imperio de los Habsburgo…

Carlos Varela - Guillermo Tell

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