La crueldad

The walking dead.

The walking dead.

Soy un devoto de Game of thrones. Es una adaptación espectacular y creativa de las novelas de George R. R. Martin, y una suerte de non plus ultra del espectáculo de fantasía heroica, los efectos digitales y la música en función de la trama. Es absorbente, profundo y erótico.

Ahora bien, Game of thrones le socava a uno la fe en el género humano. Las crueldades que se ven, se cuentan o se infieren son tan variopintas e imaginativas que no hay capítulo en que te libres de entrecerrar los ojos para no ver del todo cómo destripan a una embarazada, carbonizan a un niño o castran a un infeliz. Claro que no abogo por adulterar la novela y hacer idílica una historia violenta y trepidante, pero ¿es necesario mostrarnos cada detalle? ¿No se puede matar a una persona con una clásica y piadosa estocada que la atraviese, o al menos decapitarla con el eficaz hachazo de toda la vida?

Y The walking dead no se queda atrás. Mi universo cultural se ha visto enriquecido con la ilustración de cómo se esparcen los sesos cuando a alguien le destrozan el cráneo a batazos, y con la certeza de que existen tipos malos en todas direcciones: con los enemigos, con los amigos, con las mujeres y los niños… bueno, me siento tentado de decir “hasta con los muertos”. Presenciar cómo un tipo disfruta infligiendo sufrimiento al prójimo, y verlo como algo natural, es un paso que nadie me preguntó si quería dar. Soy el tipo de softie que, cuando niño, apartaba la mirada si en pantalla alguien acercaba una hipodérmica al brazo de un prisionero o dicho prisionero recibía un par de latigazos. Hoy, esos latigazos equivalen a un “Buenos días”.

Antes, con el maquillaje y la utilería como únicas herramientas, uno podía repetir como un exorcismo: “bueno, eso es truco, una prótesis, es látex, es mentira”. Ahora, sin embargo, la técnica digital no se limita a simular la mutilación, sino que la hace auténtica, anula cualquier diferencia con lo real. Ningún rostro estalla en morbosas imágenes documentales de una guerra o como resultado de un atentado terrorista con más verosimilitud que en The walking dead.

Claro que no se trata solo de lo que se ve en este tipo de producto audiovisual, que ya es fuerte, sino de las relaciones entre los personajes, a menudo tan deformadas y monstruosas como un buen descuartizamiento con caballos. No sé cuánto le pagan a la cabeza que pergeña y pone en escena las atrocidades, pero nunca será suficiente: no solo le exigen que nos ilustre acerca de cómo un tipo se corta su propio brazo con medios rústicos o del proceso de cocción de un prisionero en un animado cenáculo caníbal, para ver luego cómo lo descuartizan y se lo comen, sino que a cada rato debe someter a los protagonistas a encierros ultrajantes, traiciones, tortura sicológica, dilatadas e inconcebibles humillaciones. De cuanto he visto colijo que, si no existe ya, habría que instaurar un Nobel o un Oscar a la crueldad más imaginativa.

Sí, los dramas contemporáneos rebosan de horror explícito; no ya los filmes abiertamente gore (género que me parece tan válido como cualquier otro) sino piezas rotuladas como históricas, de aventura o fantasía, y en tal sentido presuntamente dirigidas a un público más amplio: Game of thrones, Westworld, The walking dead, Spartacus… Cadenas como HBO se muestran particularmente eficaces a la hora de mezclar los ingredientes en las proporciones correctas, convencidas de que el horror seduce, la crueldad vende. Este mundo no está lleno de azúcar, es la violencia quien permea desde los cuentos infantiles a los noticieros, pasando por los juegos y la vida doméstica, y es genial por otra parte que los efectos digitales sean cada vez más realistas, pero la combinación de ambas certezas nos convierte en verdugos expertos tras pocas horas de exposición a la pantalla. Verdugos teóricos: el sufrimiento de los personajes atrapados por un guion apuntala en nosotros la ilusión de que somos sobrevivientes, de que vivimos intensamente. Ya, puedo elegir no seguir viendo la serie… pero resulta que la serie es interesante. Resulta difícil dejar de verla. Apela no solo a tu inteligencia, sino que presuntamente te endurece, te hace fuerte; nos persuade de que, luego de verla, una herida eventual no nos dolerá tanto. Insisto, deberíamos dejar a un lado el hipócrita estrechón de manos y adoptar de una vez el puñetazo como forma primada de interacción social.

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