La impuntualidad

Esto, con título kunderiano, es una reflexión sobre el empleo del tiempo.

La puntualidad es una de mis neurosis. Necesito, no sólo llegar temprano, sino quince minutos antes… aunque sospeche, e incluso tenga la certeza soterrada de que seré el único, de que la cosa empezará media hora más tarde. Si hemos quedado en salir a las nueve y media para algo que empieza a las diez, y por alguna razón no salimos hasta las nueve y treinta y cinco, empiezo a sentirme físicamente mal aunque mi acompañante asegure que estaremos a tiempo: se me acelera el pulso, me falta el aire. Si presto algo, advierto al beneficiado: “me lo devuelves el miércoles, oíste bien, el miércoles, aunque sea a las doce menos cinco de la noche. Si me lo devuelves el jueves al amanecer, será la última vez que te habré prestado algo”.

No puedo evitarlo, aunque sé que es una cruzada condenada al fracaso. Y es que el cubano promedio, como sabemos, si tiene que asistir a una cena que empieza a las ocho, es precisamente a esa hora que le dice a la esposa “mami, voy a bañarme”; luego se viste sin prisa, hace un par de diligencias domésticas, sale a luchar el transporte y, tranquilamente, hace su entrada a las diez menos cuarto. Y no es el último en llegar.

El hecho de que el tiempo ajeno no le importe a nadie tiene muchas maneras de manifestarse. Las tiendas cubanas abren, como mínimo, diez minutos después de la hora que establece el letrero en la fachada, y cierran media hora antes. Si se trata de dependencias estatales donde uno tiene que ir para cosas de papeleo, las cifras se duplican, y el horario de almuerzo se dilata como si la comida del mediodía consistiera en un banquete vikingo. Cuando te dicen que vengas la semana que viene, puedes apostar a que enfrentas la primera de una serie de citas a lo largo de dos o tres meses, al cabo de los cuales, con suerte, conseguirás lo que necesitabas, o te convencerás de que tu vida irá mejor sin ello.

Aunque la sala esté llena y el aire acondicionado defectuoso, una premiere no empieza hasta que no llegue el ministro o el embajador que le dará categoría. Si contratas a un albañil o un carpintero y te dice “voy el lunes” ese día puedes irte a la playa con toda la familia. El tipo se aparecerá quince días más tarde, se tomará tres veces el tiempo que dijo se tomaría y te cobrará más, pues aparecerán problemas inesperados que exigirán nuevos materiales.

Este, por cierto, no es un rasgo exclusivamente local. En otros países latinoamericanos es la misma historia: en México, en Chile, en Nicaragua, la gente llega tarde porque sí, porque es lo normal, lo que establece la tradición. (Los cubanos, de hecho, tenemos una buena excusa que sólo funciona con nosotros: el transporte. Ellos en todo caso, tendrán atascos, embotellamientos). Si un cubano dice de otro “ese es un barco, con él se puede mandar a buscar la muerte” es porque para el individuo referido el tiempo no se mide en segundos, minutos u horas, sino en eras geológicas.

La espera es terrible. Ese lapso en que uno empieza tratando de justificar al que no llega y termina diciéndose “un minuto más y me voy”… aunque sabes que no engañas a nadie, que seguirás aguardando inútilmente, desgranando un tiempo sin significado, minutos perdidos a merced del Otro. Si la puntualidad implica respeto e hidalguía, hacer esperar a los demás es una forma de mostrar poderío e indiferencia, una forma de dominación: si soy dueño de tu tiempo, soy dueño de ti. Nos educan en la espera. Y luego sólo sabemos reproducir el esquema a nuestra diminuta escala.

En Cuba no hay relojes públicos, y si los hay no funcionan. En Europa, por ejemplo, uno mira hacia arriba y siempre descubre, en una iglesia, en un edificio comercial, una esfera con barras o una pantalla digital con numeritos. Y todos están ajustados. Aquí uno le pregunta a alguien y te dirá que son las siete y cinco, y diez metros más allá otro asegurará que las seis y media. Y esa es la clave: que en este país da igual que sean las seis y media que las siete y cinco.

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