La tentación de la carne

Foto: Denise Guerra (detalle).

Foto: Denise Guerra (detalle).

La esposa de un amigo mío, recién emigrada a Barcelona, pidió carne de res en una carnicería. Ahora bien, ella ignoraba que «res», en catalán, significa «nada», de manera que el dependiente escuchó una y otra vez, estupefacto, el metafísico reclamo. El malentendido se aclaró cuando la mujer señaló la pieza codiciada.

Carne de nada: un concepto interesante para ilustrar la relación del cubano con el ganado mayor. La falta de relación, en realidad, pues si aquellos que estamos un poco más arriba o un poco más debajo de la cincuentena recordamos todavía la novena de la carne –te tocaba cada nueve días, en años remotos– las generaciones frescas han crecido en un país donde no hay diferencia sustancial entre matar una vaca y una persona, entre comerse un filete vacuno y el canibalismo. La carne del gran rumiante no es para nosotros, y punto. A primera vista, lo raro es que las vacas extranjeras no emigren a Cuba.

Durante mi infancia coleccionaba el Pionero. Recuerdo allá por los tempranos 70 láminas recortables aparecidas en el semanario describiendo diferentes razas de ganado vacuno (Holstein, Jersey, Cebú, F1…) con las que formé un álbum que todavía debe estar en alguna parte. La idea subyacente era que nuestra industria ganadera crecía y se diversificaba, impetuosa, con reses de todas formas y colores. Evidentemente, el fuerte del Pionero no era la predicción del futuro: los jóvenes cubanos de hoy están mucho más familiarizados con los dinosaurios que con ellas.

Como tantas otras cosas, las partes blandas de la res desaparecieron en algún momento de galopante crisis para no regresar una vez rebasados los años más duros. La encuentras en un puñado de centros comerciales, tan cara y sucinta como la carne de una especie en peligro de extinción. Muy pocos nativos la compran ahí, naturalmente. Aunque el sacrificio de ganado mayor es un delito ferozmente castigado –no importa que la vaca sea tuya– la sustancia prohibida se mueve, como diría Galileo, ese gran matarife. De ahí la insólita demanda de tela roja en los hogares cubanos, de ahí que ciertos abultados vientres femeninos, al trasladarse su propietaria a La Habana, no contengan precisamente una nueva vida sino los restos congelados de una vida mugidora y rumiante.

Hace poco, un entrevistador me preguntaba mi opinión acerca del hecho de que la India y Cuba son dos países en que la vaca es un animal sagrado, bien que por diferentes razones. Claro, repliqué, pero en la India hay vacas, ellos lo tienen más difícil pues deben resistir la tentación de la carne, en cambio nosotros ya ni siquiera recordamos bien si son cuadrúpedos o artrópodos.

A menos que la compre con el dinero con el que no le pagan y que nunca alcanza, legalmente el cubano no come langosta, no bebe leche más allá de la temprana infancia, no come carne de res.

¿Alguien de arriba me enseña el plan, por favor? Porque, ¿cuál puede ser el problema? De acuerdo, hubo años de extrema escasez en que muchas reses murieron, en que sería necesario sacrificar y racionar, y tener pasaporte de colores para consumirla, pero ¿acaso no están ahí los pastos, los terrenos idóneos para la ganadería, los toros y las vacas sobrevivientes? ¿Recobraremos alguna vez el derecho a clavarle el diente a un jugoso ejemplar de bóvido artiodáctilo, o de pronto Dios se puso específico y añadió una enmienda a los textos sagrados, un nuevo mandamiento en el sentido de No comerás carne de res, cubano, y no discutas que yo sé lo que digo? ¿Tendremos alguna vez carne de res –y no en catalán– en el agromercado? ¿Alguien de arriba está haciendo algo, es decir, algo que no sea comer lo que nosotros no podemos? ¿Acaso los toros se volvieron impotentes, están en huelga de sexo o ahora el período de gestación de una vaca es de veinte años? ¿Es que se requiere de tecnología de punta o de un nuevo cable submarino para que la sufrida Pijirigua tenga el semental que reclama?

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