La veintisiete

Foto: Roberto Ruiz

Foto: Roberto Ruiz

Todos los habaneros tenemos una guagua fetiche.

Desde que mis padres me dejaron salir solo, por allá por el bajo Pleistoceno, la veintisiete fue mi guagua de cabecera. Con ella se va del Nuevo Vedado a “La Habana” (es sabido que los capitalinos llamamos así sólo a los municipios de Centrohabana y La Habana Vieja) pasando por el Vedado, lo que significa que los cines, los teatros, las librerías y los museos jalonan su recorrido. Para un adolescente, eso significaba que la veintisiete conectaba con el mundo. La fascinación matriz, ahora lo comprendo, no era tanto por el vehículo como por el viaje. La guagua te tocaba, no la escogías, pues por lo general era la única con un recorrido conveniente, pero aún a tan reducida escala, aún siguiendo un derrotero conocido, el viaje siempre traía aparejada la promesa de aventura, de encuentros inesperados, de historias que contar. Las cosas interesantes que pueden ocurrirte sólo ocurrirán si (cuando) te desplazas.

A cada rato se anunciaba la compra de una nueva remesa para aumentar el parque de vehículos al servicio del transporte urbano. Y hubo una época en que se habló de construir el Metro de La Habana. Tonterías. Guagua, por definición, es un aparato atestado, defectuoso y tan difícil de ver como un almiquí albino. Tengo edad suficiente para recordar sus diferentes versiones (conocí incluso las viejas Leyland, luego las rojas Girón y las blanquiazules de hoy) y puedo asegurar que, independientemente del color, la forma o el país de origen, todas venían repletas y atrasadas; sin embargo, subir a una con un grupo de amigos, pedir permiso y escurrirse como una anguila hasta el fondo –que siempre estaba vacío, de creer a los choferes– es el tipo de memoria que, de tan familiar, se convierte también e inesperadamente en objeto de nostalgia. No porque la veintisiete ya no exista o no venga llena, sino porque hace más de veinte años que no cojo guaguas. Bueno, tal vez una o dos veces al año, pero no más. Lo mío son los boteros y, sobre todo, caminar. Andar La Habana.

Había otras rutas, amantes eventuales: la cientoveintisiete (una prima joven y pija), la diecinueve y la cientodiecinueve (hermanas por parte de madre), la setentinueve, la veintidós, que entraban en mi vida a medida que lo hacían nuevos amigos, novias o lugares de trabajo, pero mi relación oficial, mi compromiso era con la veintisiete. Esperar en la parada de la avenida 26, mirando de reojo a candidatos a pasajeros que con el paso de los días se hacían familiares, o bien cagándote en la madre del chófer de la que acaba de pasar y no paró (y eso que iba vacía, como siempre apostillaba una señora vibrante de indignación cívica)… uf, todo eso se ha hecho con los años tan entrañable y tranquilizador como la comida casera. También había muchachas universitarias con las que tratabas de establecer diálogo una vez dentro del Arca; por períodos detectabas alguna que siempre subía en determinada parada, pero no siempre coincidía contigo; cazarle la pelea a la dorada manzana del eterno deseo (como diría Kundera) era, entonces, una razón adicional para llegar puntual a tu cita con la veintisiete.

A veces no tenías el dinero justo, y entonces ensayabas la cara con que enfrentarías al chofer para que te dejara pasar. ¿Un guiño cómplice? ¿Una mueca lastimera? ¿Una explicación breve y melodramática? Total, luego subías y el tipo te ignoraba.

El inmortal texto de Zumbado acerca de las guaguas, convertido en estridente monólogo por Carlos Ruiz de la Tejera, no contemplaba la veintisiete. Bueno, cada uno adoraba, como dije, a su diosecillo particular. En cambio, mi guagua tenía mucho en común con las de Zumbado: por ejemplo, la manera en que uno aprendía a apostarse un poco antes o un poco después de la parada, calculando que ella nunca se detendría en el lugar correcto. Uno no esperaba a la guagua: corría hacia ella. Ver que los ómnibus llegan en el minuto prescrito en los horarios visibles en la parada, que se detienen adonde deben e incluso te aguardan por unos segundos, constatar luego que casi siempre hay asientos vacíos, todo eso forma parte de los choques culturales del cubano que viaja a países desarrollados. De hecho, no hay nada que te ponga más nervioso en Europa que escuchar indicaciones de parte de un nativo: toma este ómnibus hasta la estación de ferrocarriles, llega allá a las siete y cincuenta y cinco, y a las ocho y tres minutos sale tu tren, tómalo, yo te esperaré en la Estación Central. ¿Ocho minutos? ¿Cómo se puede estar seguro de que la guagua llegará en tiempo y el tren saldrá a su hora? Bueno, pues se puede. Es más, ellos no entienden nuestro desasosiego, pues en su mundo no hay ningún motivo para los retrasos.

A diferencia de muchos amigos, la veintisiete sigue ahí. Como a una antigua amante, ya no la frecuento, pero me reconforta saberla viva. A mi edad, con eso basta.

Foto: Roberto Ruiz
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