Los apodos

Desde séptimo grado, cuantos fueron mis condiscípulos de la Lenin y la UH me conocen como El Filo.

En realidad me pusieron El filósofo, por aquello de que escribía, pero hasta los apodos tienen apócope. Como protesté al principio, me lo dijeron más, y se quedó conmigo definitivamente. Luego una muchacha descubrió que la raíz significa amor en griego, y me lo dijo, y fue mi novia, y desde entonces me gusta ser El filo.

Si los apodos pueden resultar crueles, nadie negará que a menudo son, además, imaginativos. En todos los grupos hay una gorda y un chino, pero esos son apenas adjetivos, no verdaderos motes. A una muchacha bajita y activa pueden llamarla simplemente enana, pero La guasasa es mucho más certero y divertido. De la misma manera, a quien es ostensiblemente feo le viene mejor el cómic o el muppet. Un tipo tiene la cabeza grande, y no es lo mismo decirle cabezón a secas, que Maceta gratuita, como llamábamos a uno en la Lenin, o Cabeza de puerco, como en otra ocasión escuché nombrar a alguien que trabajaba donde un amigo. Maceta gratuita: la palabra gratuita es, a su vez, gratuita, pero el creador del nombrete la añadió por pura eufonía. En ese sentido, recuerdo a otro muchacho al que rotulamos como Mamerto ferto. La segunda palabra ni siquiera existe, pero coño, suena bien.

Algunos surgen por analogía fonética: decirle Limp Bizkit a un bizco, por ejemplo. A ciertos individuos los identifican sus muletillas. Otros apodos remiten a obras conocidas: un tipo feo y velludo puede ganarse el sobrenombre de Chewbacca. En la Lenin eran famosos Los cacas, mote colectivo que da una idea bastante certera de la catadura moral de los tipos. Oí hablar de un negro tan negro que los socios lo llamaban El negativo. Y de una chica con tantos aparatos (ortopédicos y dentales) que era conocida como Jalisco Park.

Sting es Sting, no Gordon Matthew Sumner. Hay gente cuyo verdadero nombre no sabremos nunca. Tal vez debería existir una guía telefónica de apodos.

Los nombretes no son apelativos que nuestros padres encontraron bonitos o convenientes, porque así se llamaban sus ídolos o los bisabuelos, o porque empezaban con Y. No son nuestros nombres de pila, que no describen nada, aunque a menudo nos condenan. Radeúndo o Primitivo no necesitan explicación, si bien hablan dramáticamente de la vesania paterna. Los apodos, en cambio, necesitan referencia, contexto. Un adulto puede creer que Limp Bizkit es una agrupación de sílabas sin sentido; un chico que no haya oído hablar de Star Wars pensará lo mismo de Chewbacca, pues no tiene memoria del velludo copiloto de Han Solo. En esta misma dirección, recuerdo que siendo apenas un adolescente descubrí que mi padre, para mofarse de un amigo suyo con la cara atacada por el acné, lo llamaba Abelardo. Mi conversación con el viejo fue más o menos como sigue:

Yo: ¿Por qué le dices Abelardo, si se llama M.?

Él: Como el cantante.

Yo: ¿Qué cantante?

Él: Abelardo Barroso.

Yo: (que no lo había oído mencionar en mi vida) ¿Por qué? ¿M. canta?

Él: No, pero, Barroso… Barroso, ¿no te das cuenta?

Yo: Ehhh… no.

Él: ¡Pero si está clarísimo! Es que M. tiene barros. Barros, granitos, vaya.

Yo: (que no había oído jamás que a los granos se les llamara así) ¿Y por qué no le dices simplemente Cara é bache? ¿No es más gracioso?

Los apodos reflejan nuestro físico, o nuestra personalidad, o una rara mixtura de ambos. El hecho mismo de que los inventemos habla de la inefectividad de nuestros nombres oficiales. Nos lo pone gente que nos conoce bien. Dentro de la onomástica constituyen la oposición, la alternativa. Desconfío de alguien que no se ha ganado un buen apodo en su vida.

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