Los viejos restaurantes

Hace unos días andaba por la Rampa con unos amigos, y una muchacha sugirió comer en El Mandarín.

Durante mi infancia y adolescencia, ese era el tipo de restaurantes a los que resultaba complicadísimo entrar. Para El Mandarín, el Polinesio, el Conejito, el Cochinito, Doña Rosina, Pekín, había que reservar con antelación o en el mejor de los casos sonarse estoicamente una larguísima cola. Eran restaurantes estatales, los únicos restaurantes posibles en los años 70, así que la cosa no estaba tanto en que su cocina fuese espectacular como en que constituían la única opción con clase para comer afuera, en familia o con una chica a la que se deseaba impresionar. De hecho, la mayoría eran mediocres, otros realmente buenos, o así los recuerdo, pues ofrecían platos raros y exóticos en un país al que por entonces no afectaba tanto la escasez como la uniformidad. Comer en La Torre era el non plus ultra de la distinción, el nirvana gastronómico.

Serían alrededor de las 8 cuando entramos al Mandarín y no había casi nadie. Aun así, la mitad de los platos solo existían en la carta y tuvimos que esperar un buen rato por el pedido. La calidad era mediocre, las raciones exiguas, los precios razonables si los convertías a CUC, imposiblemente altos si los considerabas en relación a un sueldo promedio en MN; elevados, en todo caso, como pago por el servicio prestado. El sitio mantiene cierta distinción kitsch, ese tipo de distinción desabrida de establecimientos que han conocido tiempos mejores.

Los viejos restaurantes siguen ahí, como si nada hubiera pasado. Sobreviven porque son del Estado, tienen cierta tradición y un grupo de empleados a la vez cínicos y estoicos, pero no se esfuerzan siquiera en competir. Sobrepasados por los restaurantes privados, están vacíos y la comida es mala… y a nadie le importa. No tratan de aparentar lo que no son. Han sido derrotados pero se saben impunes. Son espacios grandes y desérticos que la iniciativa privada –o, hasta cierto punto, cualquier iniciativa– renovaría y pondría a funcionar, pero nadie baja la orientación, y entretanto los administradores no pueden diversificar su oferta cambiando de proveedor, adoptando tácticas comerciales más agresivas. Así, el proceso degenerativo es indetenible: los chinos ya no tienen de China más que la decoración, en los italianos se manufacturan esas pizzas gordas y gomosas al estilo cubano, los cerdos criollos son la única raza porcina del mundo sin piernas, puras piel y barriga.

Los restaurantes privados no solo han multiplicado el guarismo de sitios adonde salir a comer, no se limitan a ofrecernos platos étnicos, cocina de autor, ingenio y limpieza: nos han devuelto, además, el placer inherente a la degustación. Durante mucho tiempo, aquí uno comía para no caerse muerto. Recuerdo en una ocasión, allá por el 96, en que llevé a un socio austriaco a un Rápido y pedimos pollo frito. Cuando mi amigo terminó de lidiar con su pedazo de volátil reseco, le pregunté: “Was it good?” Me miró con melancolía y respondió: “Well, it was something to eat”. Tenía razón: se trataba de algo para comer y punto, un trozo de comida funcional y deslavado como el rostro de un robot, impersonal como un televisor visto por detrás. No había placer involucrado. Entre aquel fragmento de pollo y un plato con sabor y estilo había la misma distancia que media entre unos Kikos plásticos de los setenta y un par de zapatos Gucci.

Los restaurantes privados tratan de seducirnos –y algunas veces engañarnos, qué duda cabe, pero la mentira es parte de la seducción– mientras los viejos restaurantes estatales se rigen más por la filosofía de Muerde y huye o Lo que te den, cógelo.

Hay procesos irreversibles. Ya nadie se cree especial porque lo inviten a comer al Cochinito. Ya nadie espera que un camarero lo trate bien y se esfuerce en personalizar el servicio en un viejo restaurant. Resultaría sospechoso. Tengo para mí que si esos sitios se volvieran de pronto los mejores del mundo, nadie lo notaría.

Los viejos restaurantes son todo un símbolo.

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