Menú de usuario

Foto: María Castillo. Pinterest

Foto: María Castillo. Pinterest

Por allá por el 94, mi amigo Leandro recibió la visita de un conocido europeo, creo recordar que inglés. El tipo fue un día al supermercado de 3ra y 70 –para el que no lo sepa, uno de los más grandes y mejor surtidos de La Habana– y después de recorrerlo le comentó a mi amigo “es verdad que la situación está difícil acá. No sé cómo ustedes los cubanos pueden subsistir con tan poco”.

Que el inglés creyera que la pobreza de los cubanos era que teníamos que arreglárnoslas sólo con las existencias de 3ra y 70 ilustra una de las principales diferencias en materia de suministros y, a la larga, de cultura gastronómica entre Cuba y buena parte del mundo. No se trata de hambre –al menos, no del hambre como la entendimos en los tempranos noventa– sino de la falta de variedad que te hunde en la rutina. No comemos por placer, sino para no caer redondos; la mayoría de los cubanos ni siquiera sale a cenar fuera durante meses, porque lejos de ser esa una experiencia agradable, una aventura, se convierte en  un via crucis. Y en casa, bueno, tomamos lo que haya, y en el mejor de los casos repetimos una fórmula segura. El grueso de mis amigos y vecinos sería feliz comiendo carne de puerco, congrí y tostones en almuerzo y cena durante el resto de su vida.

Recuerdo la primera vez que me enfrenté al sushi, en Innsbruck, hace cosa de diez años, o sea, recién rebasada la cuarentena. El concepto mismo de comer pescado crudo me fascinaba, me parecía vagamente irreal. Me invitaron a un sitio en que había una cinta transportadora que pasaba ante los comensales, y por ella acudía una serie infinita de recipientes diminutos con sushi y otras especialidades niponas; por una entrada fija podías comer hasta atarugarte. Que fue exactamente lo que hice.

La comida mejicana, que consta de ingredientes muy familiares en Cuba –maíz, frijoles, aguacate, tomates, queso, pollo y, bueno, l´enfant terrible, la carne de vacuno– es sin embargo casi desconocida entre nosotros. Se dice que al cubano no le gusta la comida picante. A mí, desde luego, no me consultaron. Hace unos años se intentó introducir los tacos en La Habana como fast food, pero con tortillas de trigo que se desmenuzaban, sin opciones de relleno y sin sabor, y por supuesto no prosperaron. La mayor parte de los restaurantes del barrio chino sólo tienen de china la decoración. La comida italiana se ha degradado a esas pizzas pop que se comen dobladas y se nombran según lo que contienen. Y las pastas… cuando era joven y mi mamá preparaba spaghettis a la cubana, ya saben, media hora de vapor y un emplasto de Vita Nuova encima, recuerdo haber tenido la duda ontológica: ¿y a los italianos les gusta esta mierda? El placer supremo de comer se ha contaminado del funcionalismo que nos rige: muerde y huye, una pizza de cebolla es una pizza de cebolla, el queso es queso, y así con todo, un champú es un champú, alégrense y no se hagan los refinados.

No nos hacemos expertos en sabores. Como dice el personaje interpretado por Annia Bú en mi corto Exit de 2011: Una pizza de cuatro quesos… cuatro quesos, caballero, y yo que conozco ná más el blanco, el amarillo y el queso crema… No entendemos de vinos, de salsas, de cortes de carne. Es verdad que con un poco de esfuerzo y más dinero encuentras en La Habana algunos sitios de comida mejicana, árabe, italiana y hasta japonesa de buena calidad. En los últimos años, sobre todo, han aparecido restaurantes bastante chic donde la hechura y la presentación de los platos responden a los cánones internacionales. Pero siguen siendo excepciones, rarezas que se cuentan con los dedos en una ciudad de dos millones de habitantes y un país de once que, dijérase, tienen todos el mismo gusto. La cocina cubana no es muy variada, nunca lo fue, pero tampoco se reduce al par de platos y los tres ingredientes con que, como dice Frank Delgado, hay que hacer alquimia cada día. Una de las primeras cosas que impresiona al cubano que viaja es que en cada cuadra de cada ciudad de cada país hay seis bares, cuatro tiendas y media docena de restaurantes por nacionalidades. Luego vayan y comparen eso con San Miguel del Padrón.

Además del afán socialista de igualarlo todo, incluida la dieta, una razón de fondo puede ser que, por más de medio siglo, Cuba no ha sido un país receptor de inmigrantes. Quienes vienen a afincarse en tierra exótica traen consigo sus platos típicos, y es cuestión de horas que abran restaurantes pequeños y pintorescos con menús llenos de nombres impronunciables. Lo más parecido que tuvimos aquí fue el fastuoso restaurante Moscú, y, bueno, se quemó por adelantado. Ahora bien, con la comida ocurre como con la música o la programación televisiva: no se puede defender la noción de que le damos eso a la gente porque es lo que la gente pide. Es cierto que a veces faltan ingredientes, pero ocurre a menudo que el ama de casa cubana –sigue siendo ella– tiene lo necesario para preparar un plato exótico, sólo que no sabe cómo hacerlo, o le faltan utensilios o el horno no funciona, o simplemente quiere acabar rápido en la cocina para ver la novela. Después de dos o tres generaciones sin opciones, la iniciativa no es más una virtud, sino un defecto.

Cuisine cubaine

Salir de la versión móvil