Nostalgia del scratch

Me hice melómano a los once años, allá por 1973; la primera canción que me sacudió fue Anna, de los Beatles (en realidad, de Arthur Alexander) que escuché en el programa Nocturno. A partir de ahí le confisqué a mi padre una grabadora mono, de periodista, que tenía por razones de trabajo, y un par de cassettes y empecé a grabar cosas de la radio. A grabar al aire, lo que significa que junto al sonido que brotaba de mi viejo VEF entraban a la cinta los ruidos ambientales y las sempiternas discusiones de los vecinos.

A la sazón yo estudiaba en la Lenin. El padre de una condiscípula –la escritora Mylene Fernández– era un alto directivo de la EGREM; fue en una fiesta en su casa que descubrí el estéreo. Sonaba Hotel California, de los Eagles, empezó una guitarra a mi izquierda… y de pronto otra a la derecha. Coño, estoy dentro de la banda, pensé, estupefacto: la belleza del sonido cayó sobre mí como un rayo o una epifanía. No sé nada de música y soy atrozmente desafinado, pero una canción hermosa me pone lacrimógeno como –no me avergüenza decirlo– la famosa escena de Oh, captain, my captain en Dead poets society o el reencuentro del vagabundo y la chica en City Lights.

Por entonces, alguien comentaba en mis inmediaciones un socio que vive en Guanabacoa tiene el último disco de Led Zeppelin en placa, y allá íbamos mis amigos y yo, previo arreglo con el afortunado, a grabar del acetato a un cassette, rezando porque no estuviera rayado, a veces con dos grabadoras en línea. Y el resultado, lo juro, se oía bien. Por lo menos eso creíamos, pues no conocíamos nada mejor.

Mi padre me trajo de un viaje a la antigua Yugoslavia un puñado de placas, y en primer año de la Universidad descubrí a un tipo que vivía por Puentes Grandes cuyo negocio era localizar y vender el vinilo que le pidieras. De entonces conservo, por ejemplo, un Dark side of the moon original. Acrecenté mi colección de LPs y cassettes durante los 80… y entonces, en los primeros años de la nueva década, llegó el sonido digital, y hubo que conseguirlo todo de nuevo. En esa época empecé a viajar al extranjero por asuntos de cine, y mi familia fruncía el ceño al ver que me gastaba más de la mitad del dinero en libros y CDs.

Cuento todo esto, y los de mi generación entenderán, porque encabrona un poco ver con qué facilidad es posible copiar ahora toda la discografía de Led Zeppelin en un par de segundos. (O todos sus videos; téngase en cuenta que durante nuestra juventud nunca vimos de esa y otras bandas más allá de un par de fotos, en el mejor de los casos). No tengo nada contra la tecnología en sí misma, pero algo en mí se rebela contra la agonía de los soportes tradicionales, no sólo por pura nostalgia, sino porque existía una relación evidente entre aquellos formatos y el concepto artístico que en ellos se asentaba.

Con harta frecuencia los jóvenes no entienden el CD, para no mencionar un vinilo: no ven la necesidad de comprarlo, de poseerlo, siquiera de quemarlo, cuando pueden descargar, copiar y acomodar en listas de reproducción las canciones que prefieren. Hasta cierto punto, que eso ocurra en Cuba es comprensible: como queda dicho, nunca tuvimos acá la posibilidad de comprar LPs o CDs de bandas norteamericanas o europeas en las tiendas. Nunca hubo en La Habana FNAC o Tower Records. La piratería es, no sólo normal, sino legal: existe la licencia para vender discos quemados, es raro caminar dos cuadras sin ver esos característicos mosaicos en los portales. Por cada coleccionista que compra un disco, aparecen diez socios o familiares que lo copian gratis.

Ahora bien, el artista compone un grupo de temas y los dispone en un orden específico buscando determinado efecto emocional en el oyente; incluye en el fonograma esas piezas y no otras pues se corresponden al concepto o la etapa de su vida que deseó reflejar en ese álbum concreto. Y el diseñador concibió la portada y los espacios interiores en estrecha relación con el sentimiento y las ideas que emanan de la música. De la misma manera, un realizador concibe su película para ser vista de una sentada y en la sala oscura, no en una copia en baja resolución en el ordenador, interrumpiendo la reproducción a cada rato para retomarla luego. Ignorando todo eso y escuchando canciones en un Ipod o leyendo libros en un Ebook o viendo películas para borrarlas enseguida se democratiza y abarata el acceso al arte, pero también se da un paso más hacia la definitiva conversión de la obra en mercancía efímera para usar y tirar.

Uno atesoraba un LP, lo miraba, lo escuchaba, lo analizaba. Era un objeto físico, algo que acusaba el paso del tiempo como un ser vivo, con una superficie mucho más agradecida que la del CD en términos de diseño: eso se nota en las reediciones en CD de viejos vinilos, cuando la imagen familiar se reduce a las dimensiones de una tarjeta postal. Uno estaba pendiente del próximo álbum del artista. Ahora la música son impersonales pedacitos de información que se arrastran a una lista. Es, desde luego, más cómodo. Pero algo está muriendo ahí. Tengo la fortuna de ser lo bastante viejo para extrañarlo.

Y, desde luego, conservo todos mis discos.

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