Públiquo vadis?

El público del Festival de cine ya no es lo que era.

Hubo, cómo no, algunas funciones, algunos títulos que convocaron un delicioso molote. Aun así, la muchedumbre más grande que vi no tenía punto de comparación con los estándares de hace diez o veinte años. Los veteranos recordarán, por ejemplo, que la gente se arremolinaba en el Yara para ver cualquier película, una película sencilla y no una colosal, la película que fuera. En estos días me tocó más de una vez disfrutar de la proyección en un Yara o un Chaplin semivacío. Se ha perdido la noble tradición de romper un par de cristales en la pugna por acceder al templo.

Falta pasión.

Hasta donde lo veo, esto tiene una serie de causas, no todas necesariamente negativas. En los 80 o 90 poca gente disponía de videocasetera, y lo que conseguías en formato Beta o VHS era un puñado de títulos, las más de las veces copiados de otras copias o de la TV, así que siempre valía la pena ver esas películas en mejor calidad si se colaban en la programación cinematográfica regular o las muestras de la Cinemateca. El Festival, por su parte, era la guinda del pastel, una riada de películas nuevas, obras inesperadamente atractivas producidas en nuestro continente, y de estrenos norteamericanos o europeos en 35 mm, a menudo con la presencia del realizador o algún actor más o menos mítico. Pero si el video era algo para ir tirando y no un sucedáneo del cine, ahora, gracias al Paquete Semanal y otras vías independientes de búsqueda, cualquiera tiene en la computadora, en un disco externo o memoria flash decenas de títulos en buena calidad, muchos de ellos copias en HD, y puede verlos a la hora que les place y detener la reproducción en un punto dado para retomarla luego.

Pero el cine es –debería ser– una experiencia envolvente y colectiva, una droga buena, y la sala oscura el mejor lugar para su liturgia. Como el consumo privado estilo comida rápida ha devenido un fenómeno mundial, los cines por ahí buscan mecanismos para renovarse, para seguir resultando atractivos: renuevan periódicamente su tecnología, propician la venta de un montón de golosinas y bebidas en el vestíbulo, aparecen bonos en los periódicos dominicales que te permiten comprar la entrada con una rebaja significativa, etcétera. En Cuba la mayor parte del año y de las salas son patéticamente inadecuadas, incluso hostiles; no se puede pretender entonces que el público, que ha aprendido a encontrar sus propias vías de consumo, siga mostrando el entusiasmo de hace treinta años lanzándose a la calle, a lidiar con el transporte y la falta de lógica para venerar películas que unos días más tarde vendrán cómodamente en el Paquete.

Pero hay otras razones menos halagüeñas. Por todos lados avanzamos hacia una Idiocracia global: se lee menos, se vulnera el idioma en los mensajes de texto, para el joven promedio una película de hace diez años es antediluviana y una en blanco y negro o incluso muda simplemente no existe. Ya sé que esto suena como el típico “en mis tiempos las cosas sí eran buenas” de los cincuentones, y sin duda algo de eso hay, pero es un hecho que la cultura se vuelve cada vez más algo de usar y tirar.

(No ocurre solo con el cine. Hace un mes y pico hubo un megaconcierto en la Tribuna Antiimperialista para abrir el Festival Patria Grande. Es un evento de rock y otras sonoridades contemporáneas, que congregaba bandas como Tendencia de Cuba, Eruca Sativa de Argentina y la rapera chilena Ana Tijoux. Yo había estado ahí durante el Patria Grande anterior, hace cosa de cinco años, y recordaba que el sitio se había llenado; en cambio, ahora el público se reducía a un grupúsculo apático. Puede que la promoción no fuera suficiente, pero no creo que su raquitismo baste como explicación del fenómeno).

El público toma la sala de su casa por un cine y, lo que es mucho peor, el cine por la sala de su casa. Gritar en los momentos terroríficos y reír en los divertidos es parte del orden natural de las cosas, pero no lo es en absoluto que, pese a los llamados de la administración, un nutrido grupo de espectadores mantenga encendidos sus teléfonos móviles mientras ve una película, e incluso conteste llamadas sin importarle un rábano que los vecinos gruñan y se enfaden. No es fácil estar pendiente de una escena amorosa, de un diálogo inteligente o atractivas peripecias en pantalla y que de pronto a dos metros de ti suene un tema de Ricardo Arjona que alguien ha elegido a guisa de tono y, como si eso no bastara, se lance a una conversación del tipo: “Sí, estoy aquí en el cine. Sí, viendo una película. Ná, normal, nada del otro mundo, es con el actor ese… sí, chica… el de esa en que hace de policía y le matan al amigo…”. Y luego están la parejita o las dos señoras en la fila de atrás que no dejan de hablar, el gracioso que desde el primer balcón lanza un gritito ridículo en una escena conmovedora, el que entra unos minutos después que su amigo y empieza a llamarlo en voz alta, generando a su vez algunas burlonas respuestas en falsete, y ese cretino que siempre se acomoda a dos asientos del tuyo y glosa cada escena con comentarios y exclamaciones, que van desde el clásico freír huevos hasta “Tú vas a ver que ese muchacho es maricón”.

El FINCL es un evento para sentirnos orgullosos, independientemente de sus vaivenes, algunas decisiones absurdas y la ubicuidad del Bar Esperanza. No dejemos que se degrade a un evento municipal de Cultura.

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