Soy esquimal

Nanuk el esquimal

Nanuk el esquimal

Hace unos días que ando por Europa, invitado a un par de festivales de cine. Me he reencontrado con algunos amigos y he conocido, como es natural, a mucha gente. Todos, al saber que soy cubano, me miran de arriba abajo y enseguida se sienten en la necesidad de preguntarme cómo veo la Cuba de hoy, qué creo del desfile de Chanel y la visita de Obama. También se te acercan algunos compatriotas emigrados, ansiosos por hablar en cubano fresco.

La curiosidad es comprensible: Cuba vuelve a ser noticia, a estar de moda. Lo que sucede es que a menudo siento deseos de convocar a los preguntones en cualquier espacio público y responder a todos de una vez, si prometen dejarme tranquilo más tarde. Estoy urgido de normalidad, esa normalidad por la que clamaba Padura. Los cubanos necesitamos ser normales, no destacar más allá de nuestros propios méritos y diferencias, despojarnos del cartel y la flecha que nos señalan como exóticos y, para los ojos de aduaneros y policías, como un poquito peligrosos.

Aquí en Austria la camiseta más popular entre los turistas es la que reza: In Austria there are no kangaroos. De eso hablo. Y no les habrá sido fácil, siendo la patria de Hitler, de Freud y casi de Mozart. No me entiendan mal: estoy orgulloso de mi nacionalidad. Lo que me incomoda es la maldición de que mi nacionalidad me convierta en un freak.

No es ni mucho menos mi primera vez por estos lares, pero los términos han variado poco: históricamente he escuchado desde las preguntas más ingenuas (“¿Ustedes saben lo que es una computadora? ¿Tienen computadoras en Cuba?”) hasta otras que tendrían que ser redirigidas al inner circle de Raúl Castro. El rango de curiosos abarca desde los que me pegan una palmada en el hombro y me instan, con voz conmovida, al sacrificio (“¡Resistan, compañeros!”) hasta aquellos que dan por sentado que voy a emigrar, que solamente vine para quedarme.

Si digo que, con todo y sus contradicciones, quiero vivir en mi país, mueven comprensivos la cabeza y piensan: “Claro, pobrecito, eso es lo que está obligado a decir”. Si critico con dureza alguna arista de la realidad cubana, asumen que lo hago porque estoy en Europa. Dicho de otro modo, tus palabras siempre pasan por un filtro diseñado por los medios masivos.

Mentiría si dijera que no disfruto, hasta cierto punto, la situación descrita. Eres interesante, eres especial sin abrir la boca. Pero el momento en que empiezo a sentirme incómodo llega bastante rápido…  cuando comprendes que no puedes hacer nada, que varias décadas programáticamente apartados del mundo nos convirtieron en una suerte de buenos salvajes, que a cada paso tropezamos con trámites que te exigen una cuenta bancaria, o inodoros de indescifrable manejo. La imagen del cubano turista es reciente y todavía insólita, en tanto la del cubano en funciones de trabajo aún sugiere cierto tinte oficialista. Te miran como un bicho raro porque lo eres, y tomará mucho tiempo y muchos cambios volver al montón.

Son pocos los que me preguntan de arte, de influencias, de gustos. Con un cubano, al parecer, se habla de política de la misma manera que con un nativo de Liverpool se habla de Los Beatles. Para eso estamos, es lo que nos toca en la distribución mundial de clichés. Por mucha información que se tenga al alcance del teclado, el ciudadano común sabe del mundo por las noticias, no pocas veces solo por los titulares, y ya se sabe de la traza que por lo general ostentan los titulares sobre nosotros.

La próxima vez diré que soy esquimal. Seguiré siendo raro, pero por lo menos no me preguntarán de política.

Claro que entonces no tendré un abrigo adecuado. Ya saben, uno siempre guarda en el fondo del closet un abrigo grueso que en Cuba no usa jamás, o en el mejor de los casos uno o dos días al año, cuando el termómetro se va de juerga. Ese es el abrigo de viajar… solo que es el tipo de prenda que estaba de moda cuando Elvis empezaba a usar vaselina. En el pelo. Es un abrigo que se ve viejo y huele a viejo; en otras palabras, no es un abrigo esquimal sino cubano, así que los europeos seguirán mirándome de arriba abajo y diciendo: “Pobrecito…”.

Como decía Ramón Fernández Larrea, es difícil vivir sobre los puentes.

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