Usar la lengua

Hemos escuchado a menudo que el idioma es un organismo vivo. Al paladear la idea, cada cual evocará una criatura distinta; yo, en todo caso, lo figuro más cercano a un virus que a los vertebrados.

Nace, pero no necesariamente muere –salvo que toda una población se extinga–: es mucho más usual que mute, con frecuencia en varias direcciones a la vez, algunas bastante inesperadas. Se alimenta de otros lenguajes como de sí mismo, engendra hijos que apenas se le parecen…

Los préstamos del inglés u otras zonas del español provienen, en primer lugar, del consumo sistemático de series y películas –policiales y comedias románticas– donde las frases copiadas resultan más frecuentes. A veces son resultado de la traducción directa y suenan rarísimo en castellano, como “Fulano hizo lo que estaba supuesto a hacer”; otras pasan airosamente de una lengua a otra, como “Solo hay una forma de saberlo” o “¿Qué parte de (…) no entiendes?”.

En ocasiones se emplean en la lengua original, todos esos whatever y anyway y yeah, right que salpican el habla coloquial. Alguna nos llega del español ibérico, como “¡Toma ya!”, el “y tal” a la cola de enumeraciones, el joder, el llamar tío o tía a cualquiera. Son sucedáneos cómodos, pero sobre todo funcionan como mecanismo de integración grupal: mucha gente asume que salpicando su discurso de frases de ese jaez gana distinción y clase –a la manera en que distinción y clase son entendidas por su colectivo– o por lo menos una tintura de modernidad.

Como queda dicho, es normal que el idioma evolucione. Lo es menos –o debía serlo– que se degrade. Hay palabras que alguien utiliza mal y de pronto todos lo imitan. “Estoy obstina(d)o”, por ejemplo, se ha convertido en sinónimo de sentirse agobiado, de estar harto. Para mucha gente no significa otra cosa. Otras, como esa inexplicable dichabao o la popular pinga, sirven para casi cualquier cosa, lanzan al desempleo y la mendicidad a un montón de palabras y expresiones tradicionales. Una curiosa manifestación del machismo es aquella que supone que el hombre, para ser hombre, mientras más elemental y bruto, mejor.

Dicho de otro modo, en ciertos círculos tener un vocabulario reducido, incurrir en frecuentes malapropismos, hablar mal, es cosa de mérito y sinónimo de acrisolada hombría.

Por otra parte, no deja de ser una paradoja que la ingenuidad, la ignorancia, la estulticia de algunos locutores y de quienes les asesoran en los medios masivos, la incapacidad de no pocos maestros, la recolocación de la marginalidad en el pico de la pirámide social –con, ejem, un poquito de ayuda de cierto género musical– o el mero nerviosismo, devengan los artífices de un número de joyitas que escuchamos a cada rato, que entreveran la conversación, pasan a la memoria colectiva y más tarde vuelven a nosotros atribuidas a fuentes diversas y a menudo contradictorias.

Como pertenezco al gremio de quienes estudiaron en la Lenin –graduación del 80– conozco varios clásicos que salieron de la boca de algún profesor con menos luces que brío, y que cada generación, supongo, ha adornado un poco. Ahí van tres:

Refiriéndose a lo complicado del trabajo que esperaba a un grupo de estudiantes, cierto educador afirmó que debían ocuparse de ello durante “las veinticuatro horas del día y parte de la noche”.

Quizás fuera ese mismo maestro quien dividiera a educandos en faenas de higiene para que, enfrentados a un bloque de dormitorios, limpiaran unos “las escaleras que suben” y otros “las escaleras que bajan”.

En otro momento, encabronado porque la indisciplina no disminuía con todo y su presencia, preguntó airado: “¿Ustedes creen que yo estoy aquí pintado en la pared por gusto?”.

Y se atribuye a una jefa de aula que veía cómo en horario de estudio el grupo era visitado a cada rato por profesores que llamaban a la concentración y el silencio monásticos, rotos tan pronto la autoridad se daba vuelta, la célebre “Caballeros, la verdad que ustedes no son Carmienta…”. 

Una vecina afirmaba un día que a su sobrina en materia de hombres parecía que le gustaba sufrir: “es una mazorquista”, concluía.

Y una niña lloraba conmovida por la cantidad de cosas terribles que le ocurrían a “la pobrecita Mansalva…”.

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