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Artistas cubanos e internacionales en el concierto por el Día Internacional del Jazz el 30 de abril de 2017. Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Foto: EFE.

Artistas cubanos e internacionales en el concierto por el Día Internacional del Jazz el 30 de abril de 2017. Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Foto: EFE.

En el concierto de clausura por el día Mundial del Jazz el 30 de abril, transmitido en vivo a más de un centenar de países, me llamó la atención ver a un tipo bostezando. No el bostezo discreto que se le escapa a cualquiera después de una mala noche, sino el otro, el de puro aburrimiento, el de cuándo coño se acabará esto. También fue notable la apariencia general del público: en su mayor parte no lucía cubano. Probablemente no lo era.

En general, el Día Mundial del Jazz en La Habana fue un éxito, quién lo duda. Vi a Richard Bona y Marcus Miller en la FAC, a un grupo de artistas cubanos (César Pedroso, Bobby Carcasés, William Roblejo) en el Pabellón Cuba, y en verdad había un público numeroso y devoto. Ahora bien, en eventos excepcionales como el concierto del domingo 30 resulta que la cifra de entradas disponibles para el público general es notoriamente escasa, cuando no (como en este caso) nula. Los artistas ordenan reservar una parte del lunetario, la administración del teatro congela otra para la omnipresente clase política y un puñado de intelectuales VIP. Ah, bueno, y las novias y familiares de esos políticos y esos VIP, no importa si no saben diferenciar un oboe de un palo de golf.

Cosa curiosa, no solo hay quienes bostezan y hasta se amodorran, sino que a veces quedan asientos vacíos; en este concierto concreto, me aseguran que la cifra rondaba un escandaloso centenar. Es cierto que, como dije, los músicos invitados ofrecieron en días previos algunas presentaciones en lugares no siempre grandes ni demasiado accesibles, y clases magistrales para los estudiantes de arte (en la ENA, el ISA, el Conservatorio Amadeo Roldán), pero llegado el momento cumbre, el espectáculo en que todas las estrellas se reúnen, esos mismos estudiantes se quedan afuera con los aficionados y melómanos en general, y deberán conformarse con la pantalla instalada en el exterior del teatro, o con la transmisión televisiva.

Eso de prediseñar el público no es nuevo: recuerdo el concierto de Billy Joel en el Havana Jam en marzo de 1979. Como ahora, ahí el público normal no tuvo ninguna oportunidad –aunque siempre hubo quien se coló de una manera u otra, gracias a Dios–; en cambio, toda la producción de camisas safari de la industria textil cubana de ese año estaba allí, revistiendo a estoicos compañeros que en su mayoría no tenían la menor idea de lo que veían y escuchaban. Un criterio parecido movilizó a otros compañeros no muy distintos a los cines cuando el estreno de Alicia en el pueblo de Maravillas en 1991. La purificación del público ha ocurrido muchas veces, total o parcialmente, desde entonces; sin ir más lejos, sucedió el año pasado con el Ballet de Londres. Al parecer, los no elegidos somos unos brutos desaliñados, ignorantes o políticamente impresentables, que haríamos pasar vergüenza al país, tú, qué pena, por tu vida.

Los VIP son un fenómeno universal. El problema está en la composición y el porcentaje. Razonemos: cualquier teatro en cualquier ciudad del mundo tiene un número relativamente limitado de capacidades: cinco mil, tres mil, mil quinientas lunetas. Está claro que, en eventos culturales de particular atractivo, no cabrán todos los interesados. Y que existirá, cómo no, un área VIP para un puñado de personalidades culturales y políticas, familiares del artista, amantes, amigos, etcétera, y una o varias pantallas en el exterior para los menos afortunados. Ahora bien, el grueso de los asientos se pone a disposición del público, bien de los que lleguen primero y duerman dos noches a la entrada del teatro, bien de los que presionen primero el botón si las entradas se ofrecen por Internet, bien anunciando por radio a una hora prefijada la localización del punto de venta de boletos para que la gente corra por su ticket. El meollo está en que el ciudadano corriente al menos puede intentar conseguir su entrada, esforzarse por ser uno de los elegidos: su empeño individual significa algo. En cambio, con un público prediseñado no hay posibilidad, sabes que te toca la pantalla en el exterior; ese es tu lugar, un puesto de segunda clase.

Sí, en otras latitudes un multimillonario o una corporación pueden costear un concierto privado para unos pocos elegidos, pero esas son presentaciones extra, no sustituyen a las programadas para el gran público. También existe la opción en ciertos espacios (aeropuertos, megaconciertos) de pagar por ser VIP; aunque es un mecanismo basado en la desigualdad, al menos uno tiene la certeza de que quien abona mil dólares por un asiento privilegiado quiere de veras estar allí, no lo han empotrado en su sitio porque es políticamente correcto.

Si el artista, o los artistas, dicen en un concierto refinado como el del domingo 30 que es un honor para ellos mostrar su arte al público cubano, ¿sabrán que no es eso lo que sucede? ¿No hay nadie que se sienta un poco avergonzado? Yo sí. De público cubano, de pueblo, plebe, gente de a pie, poco o nada hay en esos lunetarios. En cambio son ostensibles las cabezas rubias y canosas, los semblantes rosados y los bronceados frescos de europeos y norteamericanos que ocupan una buena porción de nuestros asientos, y que vienen acá a ver lo que también podrían ver allá, opción que por lo general no tenemos nosotros. Oh, ¿es el cuerpo diplomático? Bueno, ¿cuántos países hay en el mundo? ¿Mil quinientos?

Sugiero que, la próxima vez, se habilite un área VIP con esmerada atención gastronómica y asientos cómodos. Eso sí, fuera del teatro. Que vean el espectáculo en la pantalla mientras los otros, las very ordinary persons, pagamos, nos sacrificamos y lo disfrutamos adentro.

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