Cine cubano espontáneo

Si mal no recuerdo, corría el año 2005. El realizador Humberto Rolens, que por entonces trabajaba en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños, se me apareció con un casete VHS: “Tienes que ver esta locura. Es un largo hecho por unos campesinos de Melena del Sur”.

Y lo era. Pero yo no podía imaginarme hasta qué grado estaba por enfrentarme a un fenómeno inaudito. Después del impacto, escribí un ensayo al que titulé “Olvidar el cine”.

El Milagroso de Santa Elena era el título del largometraje de ficción de 105 minutos, realizado en 2002 y firmado por el autodenominado Grupo de Aficionados al Cine del municipio Melena del Sur. En él, se recrea la improbable lucha de los pobladores de un paraje rural contra fuerzas oscuras que pretenden, crímenes y brujería mediante, hacerse con el control del lugar. Su estructura es un extraño híbrido (híbrido inconsciente, qué maravilla) de relato de misterio, historia de aventuras, drama coral, comedia de alto contenido vernacular, en una película que no pretende alejarse del resultante estado fragmentario, caótico, de imperfección natural, de simulacro no deliberado. Su estilo, si es que cabe hablar de alguno, se ubicaba a medio camino entre elementos de cultura local y global, más el imaginario de la cultura popular y de masas y su capital cultural.

Si bien la ingenuidad casi absoluta hace que abunden los anacronismos y apenas exista una intención de reconstrucción de época manifiesta, su anécdota se ambienta en algún momento de la República burguesa anterior a 1959. En ese sentido, ciertos detalles invitan a establecer paralelos con San Nicolás del Peladero, célebre programa de la televisión nacional cuyo eje era la sátira de ese período y sus instituciones. No obstante, todo en el largo apunta a un divertimento cómplice, a pura jodedera. Así, los personajes llevan nombres de sainete, casi siempre en tono de inconsciente autoparodia: Juanita la Tuerta, Soruyo, Enrique el Rompegrupo, Bartolo el Isleño, Pata Sucia. Una suerte de émulo del antológico personaje de Éufrates del Valle, encarnado en el programa televisivo antedicho por Germán Pinelli, funge como rapsoda momentáneo, o participa en calidad de figura sapiente, dada a la oratoria, y desgrana, en la despedida de duelo de otro personaje, una línea tan sabrosa como: “Tuvo la desgracia de que el cabo de tabaco que tenía en la boca incendiara el camastro donde dormía.”

Y si bien se reconoce a Juan Fernández (individuo que interpreta al personaje del Milagroso y además escribe y dirige) como el promotor más tenaz del proyecto, la autoría está disuelta en el sujeto grupal. Uno nota la manifestación de ciertas políticas de identidad de grupo y de imaginarios de comunidades, entre cuyos objetivos no aparece el interés por producir una “película” a derechas, sino una pujante necesidad de auto-representación. Tampoco, la pretensión de emular con una forma “legítima” que los aproxime a la “institución cine”, sino apenas usar el cine para el retozo.

En la Muestra Joven ICAIC de 2015, las realizadoras Coline Costes y Janis Reyes presentaron el documental La película. En él se atiende el testimonio de los realizadores de Corazón cubano, largo producido por un puñado de jóvenes del barrio habanero de Jesús María, que se autodenominan también “aficionados al cine”. En su tiempo libre y con recursos propios, grabando con cámaras domésticas y editando en una PC de escritorio, el grupo produjo un largo de 3 horas y 22 minutos que cuenta un relato de pandillas, vendettas y crímenes de sangre en un ambiente de violencia y delincuencia común.

Nuevamente, es rasgo común que los propios realizadores oficien como actores, así como que se renuncie a imitar una factura “profesional”. En todo caso imitan el cine popular, de entretenimiento, las películas de acción, mafia, y eso que en Latinoamérica se conoce como “narcocultura”. Su director, Maikel Li, afirma que el proyecto en principio iba a ser una serie o un teleplay. Luego se embullaron. Después de terminada, el éxito que tuvo a través de las formas de circulación alternativas los tomó por sorpresa. Según refiere uno de los realizadores, Corazón cubano es “una película que hicimos para sentarnos a verla nosotros mismos. No esperamos que tuviera tanto éxito.”

Recién, tropecé con Reto final. Sus directores, Misael Morales y Alfredo Acosta, del Diezmero, incluyeron una larga lista de créditos y agradecimientos que pocas de estas producciones contiene. Usan el formato del mediometraje de formato televisivo, de 55 minutos. Con este caso, se confirma la reinante predilección por relatos de pandillas: dos grupos de adolescentes con conflictos entre sí, que integran además conjuntos de reggaetón rivales, son el centro de Reto final. Los conflictos de la trama son confusos, e incluyen un drama filial, una historia de amor, varias riñas callejeras e incluso una reyerta donde el protagonista recibe un disparo. El clímax de Reto final sucede durante un concurso de reggaetón que adquiere forma de duelo o desafío, sobre el escenario. Finalmente, los enemigos hacen las paces y los héroes positivos resultan vencedores.

Este interés del cine cubano espontáneo por temas que ilustran subculturas urbanas e incluyen la música, resulta sintomático de los imaginarios en circulación en la Cuba de hoy. Así, Creo en el amor, que tiene una duración de 56 minutos y viene sin créditos de producción, cuenta el romance de una pareja de adolescentes: él canta reggaetón; ella es la hija de su repasadora de matemática. Se conocen, comienzan a compenetrarse, ella se enferma, sufre una operación, se recupera, comienza un noviazgo al que la madre se opone. Al final, los adolescentes cantan a dúo una versión de “Girl on Fire”, de Alicia Keys, rebautizada como “Creo en el amor”, donde reafirman la autenticidad de la pasión mutua.

Aunque mi primera reacción como crítico es destacar la baja factura de realización y la indigencia del sonido (en todas estas producciones se capturan los diálogos en directo con el micrófono de las cámaras o con dispositivos no profesionales, lo que resulta en bandas sonoras demasiado sucias), su valor sociológico y antropológico me hace volver a reparar en la esencia originaria del cine como juego e invención de formas. Porque a través de estas películas se filtran las ansias de expresión de gente que de otro modo permanecería en el anonimato y se hacen visibles rasgos de una cultura popular que no encuentra cabida en las formas artísticas que, a nombre de la representación de los imaginarios del país, dejan fuera mucho.

Décadas atrás, a los administradores culturales cubanos se les ocurrió decretar la extinción del artista como especialista, “un rezago burgués”, proclamando en su lugar la atractiva idea de transformar la cultura en el reino de los aficionados. Ello, que acabó siendo demasiado ilusorio y voluntarista, tuvo un efecto terrible sobre las artes locales. En la actualidad, cuando el antaño vibrante movimiento nacional de aficionados es un olvidado dinosaurio, henos colocados en el centro del paraíso del aficionado. Como dice el director de Corazón cubano: “Para vivir en este barrio hay que ser un artista”. En nuestros barrios sobran los artistas de la sobrevivencia, cómo iban a faltar cineastas.

Ante semejante panorama, escojo ubicarme fuera de mi clase social y de mi emplazamiento de élite. Decido prestar atención.

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