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Adiós imposible a Agnès Varda

¿Cómo se cierra una carrera que ha sido, más que un ejercicio profesional, una artesanía?

por Foto del avatar dean
marzo 4, 2019
en República de Imágenes
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Agnes Varda el 12 de noviembre de 2017 en Los Angeles, California. Foto: JB Lacroix/ WireImage

Agnes Varda el 12 de noviembre de 2017 en Los Angeles, California. Foto: JB Lacroix/ WireImage

¿Cómo se retira alguien del oficio de cineasta? ¿Cómo se cierra una carrera que ha sido, más que un ejercicio profesional, una artesanía; más que un gesto de virtuosismo que persigue el éxito, el estatus, el prestigio, un trabajo de orfebre que se ensimisma en la creación de mundos insólitos?

Me lo pregunto porque Agnès Varda, la cineasta belga, se retira. Al menos, eso anunció en el recién celebrado festival de cine de Berlín. Dice que se dedicará a hacer instalaciones, que en cierto modo volverá a los orígenes de su trabajo, cuando era más bien una fotógrafa que hacía montajes con voice over y producía eso que hoy preferimos llamar ensayos documentales.

No es difícil comprenderla: tiene 90 años. De ellos, 62 en el cine. Cuesta con esa edad encontrar la energía física necesaria para dedicarse a explorar el mundo, a organizar equipos de trabajo, a sostener el ritmo durante meses. El cine, insiste Werner Herzog, es un oficio atlético.

Para despedirse, Varda escogió hacer una película que se antoja otro de sus ensayos audiovisuales. Su cine en este siglo se ha decantado cada vez más por el autoretrato y la biografía. Ahora, en Varda por Agnès, elige una suerte de resumen.

Esta película, entre la confesión y el documental de personaje, es un repaso, un balance incluso, de su carrera. Se sirve para ello de las conferencias que ha impartido en los últimos años, donde explica, más que sus hallazgos técnicos o soluciones formales, aquello de lo que va en verdad su cine: de la ética del cineasta. Suena a despedida, mal que nos pese.

Pero tengo mis dudas. Varda se ha estado despidiendo desde hace mucho tiempo. En 2017, Visages Villages tenía un peso testamentario agridulce. En ese documental, uno de los experimentos más osados de la no ficción europea de los últimos tiempos, la Varda trata de contactar infructuosamente con Jean-Luc Godard, quizás el único cineasta vivo de su misma generación que se ha mantenido tozudo buscando, inventando. En un pasaje hacia el final de Visages Villages, lo visita en su casa; pero nadie le responde. Godard es como un fantasma, que le provoca además el recuerdo doloroso del amor que enlazara a Varda con su esposo, el también cineasta Jacques Demy, fallecido décadas atrás.

Varda pareciera tener un hambre de realidad que la empuja a sostener un duelo a muerte con el peso de los recuerdos. Porque envejecer supone cargarse del fardo inexorable de lo que se ha sido y vivido. Los recuerdos son aquello que nos anticipa la existencia de la muerte, porque ilustran lo que no podremos volver a ser.

Curiosamente, la sed por la vida, tanto como la presencia amenazante del final de todo, han recorrido su cine como otro fantasma. En su opera prima, Cleo de 5 a 7 (1961), eso era patente. La anécdota de la joven y bella Cleo, cantante pop a la que podrían estar a punto de diagnosticar un cáncer, es el pretexto de Varda para hacer una película que simula el tiempo real, que sigue durante noventa minutos dos horas en la existencia de la mujer.

Ese período de tiempo, en que seguimos la zozobra de la muchacha, la compartimos, y percibimos que podría estár condenada, es paradójicamente una celebración de la vida. La cámara nerviosa de Varda y el montaje juguetón nos llevan de un sitio a otro por París, que bulle. Como mismo la Cleo de su historia no es una mujer convencional (es autosuficiente emocional y financieramente, y pese a ciertas presiones externas, tiene “una habitación para sí misma”, como pedía Virginia Woolf), su universo está lleno de sucesos impredecibles, de encuentros, de imágenes, de instantes que el cine de Varda no evita, sino que busca.

En Cleo de 5 a 7 el miedo a morir marca todo con una ansiedad que el mundo exterior al personaje desmiente. Varda deja entrar con descaro, como es tan característico de sus películas, sucesos de carácter documental, contingencias de toda clase. La cámara se tropieza en la acera con la gente despreocupada o nerviosa que no piensa más que en sus preocupaciones. Pero Cleo, que es como la subjetiva perenne que tiñe todo lo visto en la película de un color sombrío, nos recuerda que la muerte también está en todo eso, todo el tiempo.

Cleo podría recibir una mala noticia cuando asista, como le han pedido, a recoger los resultados de los análisis a las 7 en punto. Para colmo, cuando vamos a recibir el desenlace, al llegar al hospital la muchacha se encuentra a un joven soldado que acaba de regresar de ese punto de no retorno: la muerte lo ha rozado en la guerra y, ya recuperado, su futuro es luminoso nuevamente.

¿Qué quiso decirnos Varda en ese, su primer largometraje de ficción, hoy considerado uno de los títulos esenciales de la nueva ola francesa? Que la vida y la muerte son una parejita que camina tomada de la mano. Que todo lo que somos es lo que vivimos, que eso es también lo que dejamos al marcharnos, que la vida está hecha de momentos que debemos aprender a saborear con paciencia y curiosidad.

A diferencia de los proyectos de otros artistas de su tiempo, el de Varda no pontifica. Eso lo hago yo aquí, sacando conclusiones. Las películas de Varda están llenas de preguntas y de viajes. Cleo mata su tiempo vagando por París, y espera la hora de la noticia fatídica, o de la esperanza. La Mona de Sin techo ni ley (1985), encarnada por una inolvidable Sandrine Bonnaire, vaga por Francia. La propia Varda vagó por Cuba (Saludos, cubanos, 1963), Estados Unidos (Black Panther, 1968), Irán (Placer de amor en Irán, 1976), las playas del mundo (Las playas de Agnés, 2008), hizo películas en todos esos sitios. Lo único que la ha movido siempre ha sido la búsqueda de la experiencia.

Esa inquietud, esa avidez de experiencia es uno de los rasgos que aproximan a Varda a los grandes cineastas de su generación estética, el de la orilla izquierda del Sena, la célebre Rive gauche de París. Sobre todo a Chris Marker, ese sujeto impreciso que convirtió la Historia en el eje de sus preguntas, y su cine en un cosmos inubicable dentro de las categorías al uso.

En algunas de las charlas que ha ofrecido sobre de su cine, Varda ha explicado las razones. Según ella, el término que la define es inspiración, que desde su perspectiva significa crear y compartir, y ambos nacen del deseo. “El deseo es la esencia de la vida”, ha comentado. “Estoy muy interesada en la gente real, es por eso que hago documentales”. Pero no cualquier tipo de gente, sino por “individuos en los márgenes: vagabundos, espigadores, gente pobre”. En esa labor de observar y registrar, descubrió que sus películas la convertían en una “mediadora entre la gente que filmo y la audiencia. Porque compartir es mejor que cualquier cosa.”

Por esa razón, confesó, decidió hacer, junto al artista JR, Visages Villages. Esa película fue la oportunidad de “hacer lo que ambos amamos; la empatía por la gente, tomar lo mejor de ellos, escuchándolos y haciendo grandes imágenes suyas”.

Esas imágenes, que JR encuentra en su vagabundeo y luego fotografía, amplía, imprime y pega en espacios públicos insólitos, acaba en Visages Villages con el artista fotografiando los pies y los ojos de la Varda. Esos trozos de un cuerpo que es en sí mismo un universo, convertidos en lienzos gigantes, acabaron sobre los bidones de una caravana ferroviaria.

Hay un pasaje especialmente curioso en la película, cuando un obrero anónimo pregunta, extrañado, a Varda: “¿Por qué poner esos pies en un vagón de ferrocarril? ¿Hay algún punto en eso?” Por un momento, el rostro de Varda dice que no tiene la respuesta, y los ojos le saltan de las órbitas. Duda un instante, y responde: “El punto es el poder de la imaginación. Nos hemos permitido la libertad, JR y yo, de imaginar cosas y pedirle a la gente expresar nuestra imaginación en su territorio. Pero nuestra idea es estar con la gente, por eso los retratos de grupo. Queríamos tener un intercambio contigo y además probar nuestras propias ideas estrafalarias. Lo disfrutamos, y espero que ustedes también.”

Así. Nada cerebral o programático. El poder de la imaginación. Algo que se hace porque coloca pliegues en la realidad que no estaban allí.

JR lo confirma, cuando le dice: “Tus pies y tus ojos cuentan una historia. Ese tren irá a lugares donde nunca has estado.” “El poder de la imaginación, la libertad de crear. De eso se trata”, agrega ella.

La propia realizadora lo confirma cuando confiesa, como hizo el mes pasado en Berlín al presentar Varda por Agnès, que para filmar “se necesita paciencia”, y que siempre ha sacado la cámara a la calle “porque nada es banal si se filma con empatía y amor”. “Siempre supe que mis aciertos llegarían observando a la gente, mostrando su lado más especial, interesante. Nunca peleé contra mis instintos,” agregó.

Esto, finalmente, ¿cabe como método de trabajo o como postura ética ante la realidad del mundo? El caso de Varda ilustra la consideración de que la forma artística es el hombre, o la mujer. Lo es en Ozu, Chaplin, Dreyer, Marker, Vertov, Bresson, Fellini, Chantal Akerman… En el cine de todos, el cómo se dice emerge de lo que el creador es. Cuando se señala que ellos “inventan” su cine, es porque son seres irrepetibles, con una visión que no cabe en una fórmula. Y que no puede explicarse el dispositivo sin entender el ser humano que le dio origen.

Por eso Visages villages habla de una ética casi extinta: la del artista como alguien capaz de intervenir la realidad de forma desinteresada, con imágenes que excitan la imaginación y dejan huella duradera en su destinatario. Y cuya realidad especial nace del encuentro entre el que mira y lo mirado.

Quizás en Varda esa intención se explique de la manera más clara en aquel instante de Las espigadoras y yo (2000) donde la cineasta encuentra una papa con forma de corazón. El objeto, que los recogedores usan para alimentarse, adquiere ante su mirada otro significado. Varda lo acaricia con la lente de su cámara como un objeto sagrado. Lo deja envejecer, observa cómo se agrieta, arruga, llena de retoños; la papa original muta, se convierte en otra cosa. Monta una instalación con esa y otras papas. Brinda alpiste a los sesudos, que le buscamos la quintaesencia a cada cosa.

Ahora reparo en que durante los últimos años he escrito demasiadas despedidas: Kiarostami, Marker, Miyazaki, Chantal Akerman… También he ofrecido algunas bienvenidas. La vida es una rueda que no para de girar. Varda estaría de acuerdo con esto último, estoy seguro.

Etiquetas: CinePortada
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Comentarios 2

  1. Eduardo Lamora says:
    Hace 4 años

    Bravo Dean Luis…. Yo vivo en la esquina de su casa y es un placer verla pasar… a su paso.

    Eduardo

    Responder
    • Dean Luis Reyes says:
      Hace 4 años

      Hola Eduardo. Se te envidian esos vecinos tuyos. Saludos!

      Responder

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