Conversando entre las ruinas

Alejandro Alonso ha tenido un par de años frenéticos. Después de dirigir La despedida (2015), ha seguido produciendo un rosario de cortometrajes; apenas en 2016, Duelo y El hijo del sueño. A inicios de 2017, su largometraje El Proyecto tuvo una presentación especial en la Embajada de Noruega, y ahora su premier mundial, el 21 de abril, en Visions du Réel-Festival Internacional de Cinéma Nyon, Suiza.

No pongo que El Proyecto es un documental porque eso está por verse. Entre otras cosas, esta es una película que documenta un fracaso, el de la pieza inicialmente preparada y pensada por sus realizadores. Una película que no les dejaron hacer. De ahí que el resultado final se convierta en una meditación acerca de ese fiasco.

Con semejantes dosis de reflexividad, El Proyecto es también un salto adelante de Alonso. Su trabajo en torno al documental venía haciéndose más y más arriesgado desde que en 2014 realizara Velas, una pieza que manda a paseo las convenciones de los géneros.

Pero empezamos a conversar sobre lo más reciente.

¿Cómo llegas a la idea de El Proyecto?

Yo formé parte del experimento de las escuelas en el campo, fui un actor más del intento por crear al hombre nuevo, como también lo fueron mis padres. En Pinar del Río, donde nací y crecí, se encuentra una de las estructuras más grandes de este tipo, con más de 20 escuelas: Troncoso. Hay allí grandes campos sembrados de naranjas, cultivo alrededor del cual giraba toda la actividad de estudio-trabajo de aquellos sitios. Pasé tres años de mi vida en ese lugar, que fueron muy complejos para mí; ni siquiera el servicio militar me resultó tan difícil como ese período. Todavía tengo el trauma de esa experiencia, y conservo recuerdos muy claros de la relación con el espacio y con aquellas grandes estructuras dentro de las cuales viví. Había algo ahí que necesitaba resolver.

Hace unos seis años comenzaron a cerrar las escuelas y supe que estaban implementando un plan de trabajo para algunos campesinos, a los que se les iba a entregar parcelas de tierra en usufructo y a permitirles convertir esas aulas en viviendas. Ese proyecto también fracasó: a la mayoría no les dieron las herramientas necesarias, ni los materiales de construcción. Para hacer esta película visité 16 escuelas, así como algunas comunidades que a nivel de infraestructura están mejor desarrolladas. Han recibido mucho apoyo del gobierno, aunque no podían trabajar la tierra. Una vez más, la naturaleza se rebelaba y dictaba qué hacer. Esa idea de la tierra que se rebela contra todo tipo de utopía me cautivaba. Supe de la enfermedad Citrus tristeza virus, y este se convirtió en el eje de la película, que además iba a servirme de título. El Citrus tristeza virus es un pequeño vector que se introduce en el cítrico y acaba matándolo lentamente. Después de eso, la tierra no puede ser sembrada en un plazo de varios años.

¿Y eso arruinó los campos de cítrico?

Esa fue una de las razones que se dieron para cerrar las escuelas, porque perdía sentido el vínculo estudio-trabajo. En ese proceso también encontré preuniversitarios en el campo convertidos en prisiones, como campamentos de mínima seguridad, o el famoso Pre 3 de Pinar del Río, que es ahora uno de los lugares donde los reclutas hacen la previa del servicio militar.

¿Pero qué clase de película querías hacer en principio?

No estaba muy distante de lo que tenemos ahora. Trabajé con Lisandra López, una guionista con la que colaboro desde hace dos años, porque me interesa trabajar mucho el guion en el documental. Encontré una comunidad en Alquízar y decidí hacer la película en ese preuniversitario, debido a las características espaciales y porque todos los habitantes de esa edificación son maestros. Fueron maestros de Oriente que vinieron en los 80 con la promesa de entregarles viviendas, que nunca les dieron. La antigua directora de esa escuela, por ejemplo, vive en la oficina donde estaba la Dirección; la profesora de Biología, vive en el aula de Biología. Algunos siguen como maestros en otras escuelas, como una que está a 2 kilómetros. Esa era la película que me interesaba: el tema de la naranja, de la tierra y el de estos habitantes. Era un híbrido entre ficción y documental, pues venía trabajando con algunos personajes durante el proceso de investigación de casi dos años, más otras historias que había encontrado en varios de los preuniversitarios visitados y que decidí guionizar y ajustar a este nuevo contexto.

Entonces, ¿cómo fue el comienzo del proceso de rodaje y el definitivo aborto de ese proyecto inicial?

Nosotros teníamos dos fondos para la producción: el Go Cuba! del World Cinema Amsterdam, un festival de cine holandés que durante los últimos tres años ha ofrecido apoyo a cineastas cubanos y ha colaborado mucho en el desarrollo de la producciones en el país, y el Fondo Noruego para el Cine Cubano. Trabajé con un grupo de personajes escogidos entre una comunidad de más de 200 personas (136 de ellos son niños), cuya confianza conseguí ganarme. Esos cuatro meses de convivencia fueron un reto.

El rodaje comenzó en los campos que están en los alrededores de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, y estaba previsto para una duración de quince días. Después nos trasladamos a la antigua escuela, donde íbamos a residir en las habitaciones de esos individuos para comenzar nuestro trabajo allí. Fue entonces cuando las autoridades del municipio se presentaron y nos dijeron que no teníamos permiso para filmar. Los permisos en teoría debían haber salido al día siguiente, por eso fuimos a preparar todo desde el día anterior. Después de ese suceso, el permiso nunca salió. Hicimos todas las gestiones y reuniones, nos entrevistamos con los encargados y nos dijeron que no podíamos filmar ahí. Es curioso, porque esa comunidad no pertenece ni al Ministerio de Educación ni al Ministerio de Agricultura, es una comunidad de vivienda, como mismo mañana podrías ir a filmar a un barrio equis. Al no haber ninguna institución que se hiciera cargo, el gobierno nos prohibió filmar e incluso nos advirtió de no volver, bajo la amenaza de retirarnos todos los equipos. Esa amenaza intimidó a algunos de los personajes con los que estábamos trabajando. Así que, por una cuestión de protegerlos, decidimos retirarnos de la película.

¿Cómo reinventan la película a partir de ahí?

Yo no filmo mucho, y había filmado una hora por cada día, con una sola cámara que yo operé. O sea, no tenía fotógrafo, tenía un gaffer que me ayudaba con las luces y yo trabajaba con los actores, preparaba la puesta en escena y me iba tras la cámara a filmar; tampoco tenía asistente de dirección. Así que para montar un plano podía demorar fácilmente media hora. Este es un proceso que yo había enfrentado antes en La despedida y en Duelo… Es un tratamiento que parece observacional, pero no lo es. Hay un trabajo de puesta a partir de una realidad que vengo explorando y escribiendo, pero me interesa reproducir solo una parte de ella…

En este punto solo tenía cuatro horas de material del rodaje, una hora del pre rodaje y otras dos horas de la investigación en el Pre. En total eran siete horas, una proporción muy baja para una película de 60 minutos. Con eso decidimos reformular la película en un último intento por salvarla. A la semana converso con la guionista y coincidimos en que quizás nos habían hecho el favor de nuestras vidas. En los momentos de crisis no sé qué ocurre que uno se ilumina y Lisandra y yo, sentados en su casa ante una pizarra en blanco, comenzamos a mirar minuto a minuto del material qué teníamos, desechamos la antigua escaleta y a partir de ahí surge la idea de crear el espacio en 3D. Es decir, no pudimos filmar en el pre, pero teníamos los planos del lugar, y pensamos en la posibilidad de reproducir el espacio en un ordenador. Nos trazamos un concepto: esta película se contaría desde el punto de vista de alguien que, años después de haber intentado hacer un filme revisita ese material, no en un estudio de montaje, sino mediante un proceso mental donde se intenta dar orden a todas esas imágenes aparentemente inconexas.

Con un diseñador hicimos en una semana todo el 3D. Trabajé con él y con un arquitecto en tiempo récord, y reprodujimos todo el pre. La idea era recrear esa estructura para ver qué había detrás de ella. Hicimos el pre ventana por ventana, persiana por persiana, puerta por puerta y después decidimos destruirlo. El pre no aparece completo en El Proyecto, e incluso, por un error del diseñador, sin querer él tocó una máscara, se fueron todas las texturas que habíamos hecho, quedó solo el esqueleto y decidimos dejarlo así. No fue mucha animación, apenas 20 minutos de render. Con eso regreso a Lisandra, que estaba escribiendo, y le pedí construir una voz en off que hilara todas estas imágenes.

Ese es un recurso esencial aquí. Pero, ¿cómo decides que el narrador omnisciente sea una voz que no se escucha, sino que se lee en textos sobre la pantalla?

Fue una decisión de última hora, porque desde siempre la película iba a tener un narrador, la voz de un anciano, para que se sintiera el paso del tiempo, de alguien que recordara su juventud cuando filmó aquellas imágenes. Durante el montaje trabajamos con este texto como guía, pues en teoría grabar la voz era el paso final de la postproducción. Pero en una exhibición que hicimos en la Escuela de cine para un grupo de personas, la ponemos solo con el texto, sin la voz, y les fascinó. Era algo que habíamos hablado antes, pero nos parecía muy radical. Fíjate que en un mes y medio se hizo guion y edición, así que para mí era una decisión muy compleja, pero decidimos que no era imprescindible escuchar una voz que contara la película, que dijera qué estaba pasando. El texto era una manera de distanciarnos del material y de dejar que el espectador forme parte de la experiencia. Al ser una voz subjetiva, le damos voz también a ese proyecto colectivo del que todos formamos parte; al no tener voz, indefines al narrador, no sabes quién habla, se convierte en una forma espectral, y era esa una sensación que nos interesaba reforzar.

Aquí el montaje sonoro es fundamental para producir una sensación especial de ese universo.

El proceso de escritura fue enorme: hubo nueve versiones, pues se escribió primero a partir de los rushes, luego se montó en función del texto y después este último se adaptó a los tiempos que exigía la imagen. Finalmente, el sonido cambió todo, y nos tomó dos meses, más de lo que duró el trabajo de edición, porque se quitó el sonido directo y fabricamos todo lo que se escucha en la película. Fue un trabajo de atmósfera, de creación de un entorno más sensorial, donde incluso a veces parece que la película no tiene sonidos. Intentamos un enrarecimiento sutil, lo menos efectista posible.

Pero El Proyecto contiene un tema más profundo que ese de la anécdota de partida. Tiene que ver con hacerse cargo de la imagen del otro, con el significado del acto de representar. Y en ello implicas también la cuestión de cómo se construyen la historias, las historias en mayúscula y en minúscula. Porque hay una idea dicha allí acerca de cómo las imágenes sirven al poder, que no quiere que ciertas imágenes se vean… como es el caso.

Supongo que ello viene de la idea que uno tiene acerca de la realidad, de qué cosa es el cine, y que yo intento radicalizar con cada obra. Es algo que estaba ya en Velas, por ejemplo, y que aquí llevo al extremo. Era desnudar el proceso de una película, mostrar el esqueleto con que construyo mi evolución subjetiva y personal, que el público pudiera mirar dentro de ese organismo, que siempre le llega compacto y cerrado.

Lo otro que me llama la atención es tu falta de complejo con la forma documental, el tratamiento de puesta en escena que tiene El Proyecto… 

Creo que la Escuela de cine misma me ha obligado, inconscientemente, a radicalizar esta aproximación. Los procesos y obstrucciones de los ejercicios de la escuela te llevan allí. Por ejemplo, con La despedida, gran parte de la necesidad de trabajar con la puesta en escena se debió al tiempo: tienes que hacer una pieza en unos días, así que tengo que poner la cámara y esperar, pero no cuento con el tiempo para esperar; igualmente, siento que necesito reproducir cosas que ya vi, así que me digo: “las voy a provocar”. Y generalmente sale algo diferente, pero que me sorprende; eso es lo rico del proceso: que nunca se va a producir exactamente igual que antes. Duelo fue un preámbulo necesario para llegar a El Proyecto.  Allí solo podía tener hasta cuatro horas de captura, y solo cuatro días de rodaje. ¿Cómo en ese tiempo reproduzco lo que vi y sentí allí? Entonces hice escaleta y story board; a ese nivel: quiero esto, esto y esto.

Para mí el mayor problema de esa clase de documental es que se trata de algo que el realizador trae en la cabeza y se lo impone a la realidad. Y la esencia de cómo lo resuelves está en la negociación con los personajes. ¿Cómo fue en el caso de Duelo?

Los personajes eran conscientes de todo lo que yo pretendía hacer. El muchacho protagonista, Yoan, tiene a su padre vivo y este tiene su casa a 1 kilómetro de la de Yoan, pero de alguna manera siente que lo ha perdido, un tipo de pérdida que tiene que ver con el desapego, con la transformación que sufre la relación de los dos luego de divorciarse de la madre. Al padre no lo podía filmar, porque lo visité una vez y vive con una muchacha que es una compañera de clase de Yoan, de su misma edad; dejó un matrimonio de treinta años y se fue de la casa. Y ese dolor a Yoan lo trastornó. Yo quería representar ese dolor, la pérdida del padre y del mundo de la madre que se le impone.

Cuando llegué a la Sierra me dije: “quiero trabajar con adolescentes”. Llevaba dos películas seguidas trabajando con ancianos y necesitaba cambiar de registro. Luego, mi abuela era espiritista en Guanabacoa, donde me crié viendo entrar y salir gente que venía a consultarse. Y cuando me encontré con la figura de Yoan, lo tuve claro: él me habló de su dolor, de sus visiones, de lo que le ocurría en las noches; muchas de esas cosas me habían sucedido también. Hablé con Leidy, la madre, le expliqué qué quería hacer y fueron conscientes de todo, a pesar de que resultó extremo para ellos. Pero al mismo tiempo, una de las pocas leyes que tengo para el documental, y que muchos documentalistas aplican, es que el personaje no debe ser consciente de todo lo que estás haciendo con él; nunca puedes decirle todo lo que piensas de él ni a dónde lo quieres llevar. Porque ahí lo pierdes todo. Es una relación muy frágil que solo se puede sostener sobre tus valores personales. Pero con Yoan fui bastante claro: hablamos del dolor que sentía por el padre y negociamos la cuestión de su mediumnidad.

O sea, le impusiste tu puesta en escena.

Sí.

¿Y cómo trabajaste con la guionista?

En Duelo eso fue al final, en el guion de montaje.

Entonces, se trata de jugar con la estructura del imaginario en función del material fáctico que tienes.

A mí me ha marcado mucho el cine de directores como Pedro Costa o Miguel Gómez, que trabajan con personajes reales; muchas de sus historias son reales, pero tienen un nivel de estetización de la imagen que me interesa mucho. Creo que el documental de cine directo no lo podría hacer nunca; hay una visión del mundo allí a la que no podría entrar, a pesar de que documentalistas como Frederick Wiseman o los hermanos Maysles son de mis favoritos. Pero he intentado hacerlo y no puedo. Así que hay una frontera, la de la ficción, con la que me gusta trabajar.

Alguien decía que hay dos tipos de cineasta: el que camina mirando hacia el frente y el que camina mirándose los pies; o sea, los que miran la realidad y los que se fabrican un mundo. Me gusta pensar que estoy en un término medio, entre quien fabula y quien trabaja con la realidad. Nunca he escrito una película del aire, digamos, sobre un árbol imaginario. Primero tengo que ver el árbol y qué hay alrededor de él. En Duelo, acababa de ver las películas de Apichatpong Weerasethakul, estaba sorprendido por su trabajo con la puesta en escena y con los actores, más el uso de la realidad misma, que se mezcla con todo. Es ese el camino que quiero explorar ahora.

Es que hay ambientes que te provocan una necesidad de representación: la casa de tus abuelos en Velas, el universo casi posapocalíptico de las Minas de Matahambre en La despedida, el ambiente del bosque en Duelo. Tus historias siempre parten de inscribir una historia humana en un ambiente digamos arquitectónico. ¿Eres conciente del peso espacial de tus relatos?

Solo cuando descubro el espacio decido hacer la película. En el caso de Velas, la casa de mi abuelo siempre estuvo. Cuando llegué a las Minas, primero vi la casa de Fabelo y luego lo conocí a él. Había conocido personajes impresionantes, pero llegué a la casa y veo este funicular, sigo buscando y tuve la suerte de conocer a este anciano. Y con El Proyecto igual. Vi muchas escuelas, hasta que dije: “esta es, y ahora veremos qué hay dentro”. El espacio es clave, y la película se construye al trabajar con esa atmósfera. Y luego viene el trabajo con la imagen; trato de que cada plano tenga una connotación pictórica y sensorial importante; no utilizar planos de transición si no es necesario; intentar que cada plano respire y dure lo necesario. Esas son mis obstrucciones… y filmar poco, usando story board… y trabajar con los personajes en función de esos espacios.

Y ahora además le tomas el gusto a un efecto especial de posproducción: la corrección de color. Las secuencias de los hombres de amarillo trabajando en las plantaciones de naranja en El Proyecto tienen un carácter plástico poderoso.

Son cosas de cuya existencia conoces al entrar a la escuela de cine. Porque en Velas, la corrección la hice yo mismo en Adobe Premiere, que tiene herramientas muy básicas de corrección. Una de las historias que dio inicio a El Proyecto fue cuando alguien me contó que había visto en unos campos una escena muy extraña: unos hombres se bajaron de una furgoneta, se pusieron unos trajes amarillos, recogieron unas muestras, se volvieron a montar y se fueron. Esa imagen fue tan perturbadora para mí que me dije: “tiene que estar en la película”. Finalmente, luego de ver muchas opciones, encargamos los trajes por Amazon y los trajeron desde China, trajes de riesgo bacteriológico talla XL que hubo que ajustar para que sirvieran a los actores. Pero es que aquí también está la cuestión del cineasta como alguien que recoge muestras para llevarlas bajo el microscopio y hacer otra cosa con ellas.

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