Fábula de amor cubana

La música de las esferas. Foto: Marcel Beltrán en Facebook.

La música de las esferas. Foto: Marcel Beltrán en Facebook.

El escenario autobiográfico ha sido recurrente en la no ficción cubana de la última década. Desde el testimonio personal, el cine cubano ha ofrecido visiones cada vez más distantes del “modo de representación institucional”, que deseó un cineasta vocero de la Historia, comentarista de una idea monumental del mundo. Esa monumentalización replicaba una ideología que aspiraba a la trascendencia y donde el yo debía sustraerse todo lo posible.

Porque el cineasta del ICAIC debía ser humilde con su realidad, debía quedarse fuera, aunque ello fuese imposible en términos absolutos. Digamos que en la “autoría ICAIC” (Chanan) siempre existió un problema alrededor de la idea de la Historia como acontecimiento que debe ser representado en imágenes y sonidos, en vez de interpretado, que es todo lo que un cineasta puede hacer.

Pero igual que el cineasta de hoy decide que su ubicación subjetiva es la única posible para hablar sobre la realidad (véase, por ejemplo, El Proyecto, de Alejandro Alonso), esta invade su registro, penetra la anécdota que cuenta; la Historia empuja la puerta y se mete en la habitación con el personaje y la cámara. Porque no hay Historia posible si no se la somete a un permanente proceso de reinterpretación. 

La música de las esferas es un largo contado en primera persona, la del propio Marcel Beltrán, su director. Con su voz en off, oficiando como narrador omnisciente, nos introduce a la historia de sus padres. Porque esta película es la historia de quién es, a través de quienes lo anteceden.

La música de las esferas · Trailer from Marcel Beltrán on Vimeo.

Beltrán construye la historia de Mauricio y Regina como un texto legendario. Ellos se han hecho a sí mismos como fábula de amor a pesar de muchas fuerzas oponentes. La principal se nos revela en los primeros minutos del metraje: el padre de Regina nunca aceptó el amor de su hija por un mulato oriental, venido de una familia pobre. Sobre todo porque la suya, blanca, clase media urbana, resultó derrotada en la pulseada de fuerzas sociales que fue la Revolución socialista.

Por eso La música de las esferas principia en el universo legendario donde todo comenzó: en Moa, en el Taller Experimental de artes plásticas donde la nueva generación de artistas formados en academias, vino a hacer su servicio social. Y Regina y Mauricio, a pesar de vivir él en San Luis, Santiago de Cuba, y ella en Santa Clara, decidieron irse a este remoto y áspero sitio porque era el único donde podrían convivir en un hogar para sí mismos.

Con "La música de las esferas" Marcel Beltrán reconstruye la historia de sus padres. Fotograma: Javier Pérez.
Con “La música de las esferas” Marcel Beltrán reconstruye la historia de sus padres. Fotograma: Javier Pérez.

Hay mucho de performance fictivo en este largo de Beltrán. La complicidad entre el ojo de quien mira a través de la cámara y los personajes observados es casi total. Sobre todo en este periodo, el más dilatado del metraje, en que la pareja regresa al lugar donde fueron felices y exhuman algunas de las trazas dejadas por lo allí vivido (el antiguo apartamento; el hospital donde nacieran los hijos de la pareja, incluyendo quien habla desde la puesta en escena; el taller de creación; algunos amigos; una pintura de Mauricio que aún cuelga en un sitio del hotel de la ciudad…), la intención de evocar un mundo único, de recrear una dimensión desconocida del pasado tras la cual se esconde toda la felicidad  y realización de una historia de amor que se defendió en ese refugio de toda clase de asedios, cobra fuerza en un tratamiento próximo al documental observacional, con aires de contemplación y mucho de vocación lírica.

Para Beltrán este es un entorno sagrado, y así lo aborda. El mundo donde todo fue posible. El refugio para un proyecto de vida cercado por los sectarismos de una época donde todos parecíamos condenados a heredar los resentimientos de nuestros padres. Pero Regina y Mauricio escapan, eligen un exilio de creación y pasión compartida como en secreto, lejos de la Historia, lejos de las demandas formales de un arte que deseaba más y más cuotas de realidad. La realidad artística de la pareja de pintores es, en cambio, la abstracción figurativa, cierto lienzo de aspiración cinética, inspirado en los volúmenes siderales de los astros, además de largas sesiones de grabaciones con lecciones de teosofía que escuchan juntos, y discuten luego. He aquí un universo único, escapado de la pesada realidad, ocupado además en revisar un modelo tridimensional del firmamento guardado en el ordenador… la vida de Regina y Mauricio es una producción de absoluto, un acto de creación total, ajeno a esas tensiones que los rodean y les reclaman volver al aquí y ahora.

Pero el aquí y ahora tarde o temprano se impone. El aquí y ahora son par de cabrones inevitables… Por eso la película nos lleva en el viaje de ambos a casa de la familia de Mauricio, en San Luis. Nos enteramos allí que la familia del padre estuvo muy metida en tareas de la Revolución, que la abuela de Beltrán participó en la nacionalización de propiedades. Conocemos la vida de una familia pobre, que habita una casucha enclenque, y sabemos de un abuelo que vivió obsesionado por que su prole no fuera a la cama sin comer.

La pareja regresa al lugar donde fueron felices y exhuman algunas de las trazas dejadas por lo allí vivido. Fotograma: Javier Pérez.
La pareja regresa al lugar donde fueron felices y exhuman algunas de las trazas dejadas por lo allí vivido. Fotograma: Javier Pérez.

El recorrido por este territorio nos coloca ante la realidad de una clase que fue empoderada por la Revolución, que alcanzó conciencia de sí misma después de ser redimida por el proceso de ascenso social que 1959 les abrió. Un tío ingeniero del central azucarero donde al abuelo se ganó toda su vida los kilos, compone una suite digital para la maquinaria inmensa del ingenio; una parienta defiende quedarse en Cuba en una época como la actual, cuando el objetivo de tanta gente es irse o dejar de padecer las privaciones de permanecer.

En este mundo no existen tantas tensiones con el pasado, pero hay pasado. La cámara aquí experimenta una confianza en el terreno y un saber hacer que se desprende incluso de la libertad de los personajes para estar consigo mismos y con el ojo que observa.

Luego hay una despedida: Regina se va sola rumbo a su entorno de origen. Su familia se reúne para celebrar el onomástico 85 de la madre. Una celebración que tiene demasiadas trazas de ceremonia exhumatoria, donde la presencia del abuelo fallecido es absoluta. La figura regente en el imaginario de la familia no está en cuerpo presente, pero sí la huella de su obsesión: Everaldo Fernández fue intervenido y despojado de su pequeña empresa en los inicios de la Revolución. Venido de la pobreza, de un entorno rural, buena parte de su orgullo se apoyó a la fortuna amasada con su trabajo. Hoy el taller colindante con la casa familiar, originalmente construido por él, pero luego convertido en un establecimiento estatal, recuerda a diario el acontecimiento que la familia vivió como tragedia de la cual jamás consiguió reponerse. Por ejemplo, a este onomástico Mauricio no está invitado.

El padre de Regina nunca aceptó el amor de su hija. Foto en "La música de las esferas", cortesía de Marcel Beltrán.
El padre de Regina nunca aceptó el amor de su hija. Foto en “La música de las esferas”, cortesía de Marcel Beltrán.

Ante este episodio, la cámara dispone un carácter menos distraído. Está fija, rígida casi. La performance es mucho más severa. Los trazos de sus basculamientos son ahora más estudiados y convenientes. Pareciera una intrusa. El carácter estrictamente narrativo de la pieza adquiere aquí un color muy sereno, al tiempo que interesado en poner en escena las tensiones invisibles que entrecruzan este mundo. En una visita al cementerio donde reposan los restos del patriarca, todo se revela de improviso ante el epitafio que escogieron para encabezar la loza: “Se puede atropellar a un hombre, despojarlo de sus bienes materiales, pero no de su dignidad y amor propio”. 

La música de las esferas es la confirmación de una voz propia dentro de la no ficción cubana, la de Marcel Beltrán, que va a tener una fuerza inaudita. Que tiene la calma del gran documentalista, pues sabe esperar, y la sabiduría del narrador que conoce cómo trenzar lo particular y lo general. Y que, como si fuera cosa sencilla, logra producir una atmósfera a través de la cual se sugiere el universo de valores de los personajes, sin recurrir a recursos didácticos tan sobados como la entrevista o las secuencias descriptivas.

No obstante, el peligroso recurso de la narración en off no siempre ayuda aquí: en ciertos episodios sustrae al espectador de descubrir por sí mismo los matices de un mundo donde hay tensiones subyacentes que se resisten a estallar; en otros, los comentarios acaban siendo redundantes como información dramática.

"La música de las esferas". Fotograma: Javier Pérez.
“La música de las esferas”. Fotograma: Javier Pérez.

Hay que tener en cuenta que el autor tuvo sus dudas con esta obra. Porque La música de las esferas es la versión revisada de Manos de padre, el mediometraje documental que Cuba ofreció al proyecto latinoamericano DocTV en 2016. En esa convocatoria, la exigencia era que las obras debían representar algun aspecto de “la felicidad”. Cuando la vi, escribí que Manos de padre debió ser un largo.

Pues bien, Beltrán puso manos a la obra, agregó nuevos elementos respetando la dramaturgia original, pero dejando flotar más el sentido, atropellando menos el recorrido dramático, atendiendo mejor los bucles anecdóticos que explican a cada personaje. Se permitió incluso jugar con la forma castiza de la no ficción, introduciendo esos gráficos digitales que recrean el mundo iluminista en que sus padres se arropaban y que los explica tan bien como seres de luz.

Insisto en que esta es la historia de la familia de un hombre que ha decidido contarla. Que, a su manera, al hacer esta película, ha decidido enfrentar el pasado que hereda a partir de las herramientas que posee: las de la búsqueda de la verdad a través de la memoria. La generación que hace esta clase de preguntas es una que quiere saber de dónde viene para escoger mejor un camino propio con que remontarse al futuro. 

"La música de las esferas" es la confirmación de una voz propia dentro de la no ficción cubana. Fotograma: Javier Pérez.
“La música de las esferas” es la confirmación de una voz propia dentro de la no ficción cubana. Fotograma: Javier Pérez.

La música de las esferas es una historia de amor, dije antes, pero no hay amor auténtico sin dolor. Las preguntas que hace Beltrán sobre su genealogía son también interrogantes dirigidas hacia lo que somos como nación, como proyecto humano. Y presumo que, como acto de homenaje póstumo a un padre que fue su faro y su mástil, es además una promesa y una invocación. La promesa de ser lúcido y ser noble, como fundamentos del ser feliz. Y la invocación a esa divinidad que todos llevamos dentro, una que nos hace sobreponernos a los horrores de la Historia, a los rencores que aturden a las almas débiles, y que nos impide repetir los errores de quienes nos anteceden.

A su manera, La música de las esferas propone al corazón de la nación cubana un pacto con su pasado que la salve del resentimiento. En la historia chiquita y quizás simple de Regina y Mauricio, hay un deseo de ser pleno a toda costa que deberíamos aprender, imitar y desear.

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