Facebook como territorio político

Me resistí cuanto pude a las redes sociales. El bicho de la paranoia había anidado en mí, y los presagios de Orwell también. ¿A qué estar expuesto en sitios promiscuos, en escenarios que la gente profana no termina de entender del todo? Luego, con las limitaciones de conectividad que en Cuba padecemos, ¿tiene sentido tomarse un tiempo precioso esperando a que carguen, con toda su santa calma, los contactos del chat, las historias de los amigos, los posts de última hora, la mensajería, las invitaciones a eventos y los cumpleaños, más las solicitudes de amistad que llegan a través de Facebook? ¿Tiene sentido, en definitiva, tratar de estar conectado en un país donde esperar por la conexión es como ver secar la pintura?

Pero me rendí.

Hace poco más de un año acabé cediendo a la curiosidad y a la noción extraña de la comunidad virtual. Con reticencias de inicio, terminé por entender que hay allí un escenario nuevo para la necesidad humana de estar juntos. Que la noción de red social no supone darnos de bruces con un repositorio de fruslerías (que las hay) ni de egoterapéuticas (que las hay, más de la cuenta). Una comunidad está hecha de toda clase de gente, y esa diversidad acaba definiendo aquello que cualquier comunidad (virtual o real) es: un proceso de producción de lo social. Y cada quien lleva allí lo que es, pero también lo que le falta. Un poco de olfato psicoanalítico aplicado a los posts de Facebook permite saber incluso cómo están los amigos, qué les duele o necesitan. Aunque estén lejos.

En esa nueva dimensión para lo social que son las redes sociales, existe un factor que favorece la percepción suspicaz del asunto: en el momento epifánico del post, de descargar una parrafada y dar enter, estamos solos; así que la catarsis es siempre una opción. También, cierta sobreexhibición de la intimidad o de las aficiones más ridículas. Y de la autocensura. El borde autobiográfico de las redes sociales nos coloca ante una idea de lo social como ámbito de percepciones y creencias, de rituales y deseos, de miedos, de filias y fobias, más que de conductas.

Si esos universos fueran tan insustanciales como algunos dicen, ¿a qué viene el interés del poder en ellos? Ya sea por censura u omisión, las redes sociales hoy son un territorio súper vigilado (¿no lo es ya el mundo real desconectado?). Cuando un funcionario se refiere a los sujetos de las redes como “jauría” está poniendo en evidencia el inevitable peso que esa esfera pública ha alcanzado… a pesar del poder mismo.

Hoy Facebook es un terreno para la opinión pública de alcance incomparable a cualquiera de las demás formas de administración de esa esfera que conozcamos. Posee una instantaneidad inalcanzable por los medios de prensa convencionales. Supone una interactividad prohibida a la televisión. Ha dinamizado de manera acelerada el intercambio de percepciones. Cuando se nos diga que eso es peligroso, considérese cuánto de democracia aporta a ámbitos donde el ejercicio del libre derecho a opinar y juzgar es administrado por unos pocos (no importa si se afirma, de buena fe, que es vocación de servicio lo que asiste a los “medios públicos”).

Esto me lleva directo a mi ámbito profesional: el periodismo. Cuando lancé al vuelo la ingenua idea de hacer del periodista un elemento central del cambio y la adquisición de conciencia social, mi profesor, en el primer año de la universidad, me miró con lástima: “Pierde cualquier esperanza, querido; aquí todo está controlado”. Y la perdí en el día a día de los medios, no sin antes tratar de hacer algo por mi cuenta… y ganarme una sanción archivada en mi expediente laboral.

Mas, he aquí que todo lo que estudié antes de graduarme como licenciado en comunicación social es el insumo básico de los fenómenos que vivimos. Nociones como las de “periodismo ciudadano” tienen mucho peso en la actualidad, con el agregado de la posibilidad de documentar sucesos, de adquirir registros testimoniales usando imagen y sonido. Ello es definitorio en la producción de la información, la articulación a favor de una causa determinada y en la creación de archivos que, hacia el futuro, favorecen la circulación de la memoria. Que impiden olvidar (eso tan necesario para los que mandan). Que trasladan la cuestión de informar fuera de los contornos profesionales, y la de valorar más allá de las redes de sentido de la hegemonía.

En Cuba, con su crónica separación entre discurso mediático y vida cotidiana, las redes son un instrumento nuevo para la producción de la materia prima de lo político. No de ideología política (casi el único significado permitido entre nosotros para el término), sino de la lógica propia de la polis, la comunidad, aquello donde se quiebra la ostra personal y se hace necesario hablar con los otros para alcanzar consenso en torno a cuestiones del común. Es demasiado habitual que esas decisiones las tome un grupo que actúa a nombre de los colectivos. Con las redes, se abre la posibilidad de que diversas estrategias de concertación articulen demandas que no encuentran resonancia en otros espacios, donde por lógica deberían ser acogidas.

Las discusiones en torno a la legitimidad de creadores y de obras artísticas para gestionar marcos de aceptación más allá de los permitidos por la “institución cultural” (que a menudo es solo la estructura burocrática que dice representarla) hizo de las redes territorio de manifestación. El apoyo de la Muestra Joven ICAIC 2018 a los realizadores del largometraje de ficción Quiero hacer una película (que sufrió una de las campañas de descrédito más feroces que se haya visto en Cuba), así como la polémica posterior alrededor de la censura, encontró allí el espacio de manifestación que en las publicaciones entronizadas le fue negado.

A seguidas, la 00Bienal, deslegitimada e impugnada por la presidencia de dos asociaciones de artistas e intelectuales cubanas, encontró en las redes el entorno para exponer sus razones y divulgar sus argumentos. Cuando un científico cubano como Ariel Ruiz Urquiola sufrió un atropello judicial, las redes pusieron a circular evidencias, testimonios y posiciones que han alimentado una toma de partido.

Facebook adquiere en nuestro contexto un peso político enorme. Si la percepción recurrente en Cuba es hacia considerar que allí se alienta la conspiración y el odio hacia un sistema sociopolítico bajo asedio, que las fake news abundan, que hay una trama de espionaje perenne sobre la ciudadanía global (la hay incluso en los softwares de los teléfonos móviles, advirtió Edward Snowden), habrá que reconocer también que los sujetos simples y llanos, que la gente que no ocupa cargos de ventaja ni toma decisiones trascendentes para con el resto, cuenta al cabo con un atributo inestimable para el ejercicio ciudadano: su libre albedrío.

En medio del ruido, de la manipulación, de la sobrecarga informativa, de las agendas de comunicación de los medios dominantes, a escala global o local, ellos tienen el derecho a hacerse una idea por sí mismos. Y a articular pactos, acuerdos, estrategias de acción frente a aquello que los afecta. Finalmente, la esencia de lo político es la organización. Los apocalípticos de la sociedad en red opinan que Facebook es una herramienta de la soledad apolítica del ciudadano de la era del capitalismo avanzado. A mí me gusta pensar que en mi Facebook (quitando cuatro sandeces y doce demandas publicitarias) hay rasgos de un socialismo auténtico, donde creamos en colectivo una subjetividad capaz de hacer las cosas mejor para todos.

Da igual si mañana nos cambiamos a Instagram o volvemos a la plaza pública. En Facebook estoy con mis odios y devociones momentáneas, con los asuntos que ocuparon mi interés contextualmente, y también en mis obsesiones constantes. Aunque no sea más que un algoritmo en un data farm del desierto de California, o un índice de data mining para Cambridge Analytics, que un día se va a esfumar, algo de esos electrones serán para siempre parte de mi biografía.

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