Guerra de imágenes

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Faltaban unos meses para el inicio del curso escolar, sin embargo los padres fuimos advertidos: “Por favor, cuando les forren las libretas no vayan a usar nada de Mickey, ni de Spiderman ni de Disney. Eso está prohibido…”. Así que las libretas del primer día de clases tuvieron forros de colores, de esos que venden por pliegos en las esquinas, en los bazares de la ciudad.

Pocas semanas después de iniciado el curso, hicieron otro pedido: había que confeccionar el “Álbum de la Patria”. Ahora, se trataba de una colección de imágenes de figuras de la Historia de Cuba: Céspedes, Martí, Maceo, “Perucho” Figueredo, Máximo Gómez, Martí, Mariana Grajales, Calixto García, Fidel Castro, el Che Guevara, Celia Sánchez, Raúl Castro, Camilo Cienfuegos… Además, algunos símbolos de la nación, como el Himno Nacional, el tocororo, la bandera… Uno por alumno, reunido todo en hojas independientes y encuadernado en un legajo que reposará en las aulas para ser usado en clases.

Estas colecciones de imágenes conviven en el aula con otras, perennes sobre las paredes: el escudo nacional, algún cartel con una frase patriótica, impresos con la imagen de la bandera, una foto de Fidel, algún Elpidio Valdés y María Silvia. El aula es una galería de iconos que reposan mientras, cada día, los niños entran y salen.

Pero al fondo del local hay otras, que salen y entran al mismo ritmo diario. Son los bolsos merenderos y las mochilas de los niños: tienen colores destellantes, brillos que no se pueden ignorar, figuras sinuosas y perfectas. Desde ella me observan Elsa y Ana, Ben 10, las tortugas ninja, las princesas de Disney, además de Sofía the First y… Mickey Mouse y Spiderman. Mientras los símbolos fijos quedan en el aula al finalizar la jornada, esos otros van y vienen, se renuevan de año en año.

Son los mismos símbolos expulsados del templo que, en silencio, se han colado en él. Símbolos de eso que por mucho tiempo hemos considerado la manifestación de la estulticia de un sistema socioeconómico que impugnamos, pero también manifestación del recelo que abrigamos en torno a lo atractivo de unas imágenes producidas para atraparnos en la red inefable de la sensualidad.

Desde posiciones marxistas en general simplonas, se ha alimentado una iconoclasia que manifiesta la desconfianza general hacia aquello sin propósito moral productivo, sin contenido pragmático positivo (desde la persecución de los “diversionismos ideológicos”, hasta la refutación del género fílmico dentro del proyecto de un cine nacional, por ejemplo), enfrentado con la idea del entretenimiento como cosa vacía.

Hay una visión sospechosa del placer en nuestra cultura. En el socialismo como praxis social misma, el placer ha sido una actividad bajo vigilancia. De ahí la insistencia en transformarlo en acto provechoso, en actividad útil. Las bailarinas de Tropicana, por ejemplo, defienden cierta noción de autoctonía y recaudan divisas para el país; no importa si representan un mundo donde la explotación del cuerpo femenino como paradigma de sensualidad libidinosa convierte al individuo en espectáculo. Digamos, en cambio, que la excepción confirma la regla.

En mi trabajo crítico, más de una vez he usado la noción de Disney como “entretenimiento envenenado”. También viví anonadado por Dorfman y Mattelart, pues su lectura ideológica de la iconografía Disney permitía advertir los sentidos ocultos de la ideología. Pero siempre me quedó pendiente la pregunta por el placer. Por el disfrute incluso “envenenado” que me proveían esas narraciones y sus encarnaciones de Donald, Mickey and Co. O sea, después del estudio sintomático, de la deconstrucción y el examen de la función axiológica de esos relatos, queda casi todo lo demás por decir. Queda el examen de la función del placer.

Cuando en el aula usen el “Álbum de la Patria”, cuando los niños manoseen esas efigies impresas, habrá poco de placer allí. Son rostros que no se explican solos, cuya esencia no es estética, sino ética. De ahí que su aprehensión va a depender mucho del pie de foto que les escriba el maestro, de la clase de Historia que les dote de sentido. Mas, la Historia de verdad no se cuenta sino como acto de placer de vivir. Lamentablemente, no es así como se explica la Historia en la mayor parte de las aulas cubanas, sino como dato frío, hagiografía. Esos rostros no llegarán a ser más cercanos a los niños que las imágenes del atrio de una iglesia.

Nadie que no quiera ser redimido por sí mismo va a aceptar la redención a manos de otro ser superior que, en vez de abrirle las puertas a la libre elección de credos, impone un catecismo donde antes hubo uno distinto. La escuela, entiéndase: la autoridad, la institución doctrinaria, que debería ser un universo de ideas en ebullición y, en definitiva, un crisol de ciudadanías, tiene que convencer con acciones, no con imágenes. Entonces, la valencia de los sueños mostraría donde esta lo errado de creer que goce y verdad están reñidos.

Acaso el problema central de esta postura es que vuelve a divorciar el mundo de las ideas, de las prácticas simbólicas y de los imaginarios, de la praxis de la vida cotidiana. El sujeto esquizoide que escucha hablar de un ideal ilusorio en el aula y choca cotidianamente con una práctica social en las antípodas, difícilmente admita ese mundo soñado como otra cosa que una fantasía. Por eso las imágenes de los próceres no acaban de ser muy diferentes a los personajes del cine y la televisión.

Slavoj Zizek, filósofo marxista, en su invaluable La guía perversa a la ideología (Sophie Fiennes, 2012), analiza la trabazón entre ideología y placer. Según él, la vivencia de la ideología está estrechamente ligada a la percepción desplazada de lo real, que lo despoja de la naturalización con que se da este a nuestra percepción, como si se tratase de una trama natural, no de un tejido de intereses y estructuras de poder y dominación. Zizek insiste en explicar el efecto de la ideología a partir de la definición que de ella hacía Marx: “No saben lo que hacen, sin embargo, lo hacen”.

Precisamente pensando en la acción revolucionaria sobre la realidad como realización del sueño de un mundo más justo, dice: “Uno de los grandes problemas de los mayores movimientos revolucionarios del siglo XX, como Rusia, Cuba o China, es que sí cambiaron el cuerpo social, pero la sociedad igualitaria comunista nunca se llevó a cabo. El sueño se quedó en el viejo sueño y se convirtió en la pesadilla definitiva. Ahora, lo que queda de la izquierda radical espera el mágico momento cuando el verdadero agente revolucionario por fin despierte, mientras la triste lección de las últimas décadas es que el capitalismo ha sido la auténtica fuerza revolucionaria, incluso si solo atiende a sí mismo.”

Para Zizek, esa “auténtica fuerza revolucionaria” tiene que ver con la enorme capacidad del capitalismo para proveer de placer y para administrar las ilusiones más simples y nimias. Dice: “El primer paso a la libertad no es cambiar la realidad para que encaje con nuestros sueños; es cambiar el modo en que soñamos. Y, de nuevo, esto duele, porque toda la satisfacción que obtenemos procede de nuestros sueños.”

Mi hija no sueña con el Che o con “Perucho” Figueredo. Sueña, en cambio, con InuYasha. InuYasha es un semidios que combate demonios y seres malignos; tiene un mal genio destacable y poco sentido del humor. Le acompaña Sango, una asesina de monstruos que está enamorada de Miroku, un monje budista con carácter de sátiro. También le siguen Kirara, una gata de dos colas capaz de transformarse en bestia voladora; Shippo, un demonio zorro con el cuerpo de un niño; y Sesshomaru, medio hermano de InuYasha. La motivación principal de todos es la venganza.

Pero la protagonista aquí es Aome, una alumna de secundaria del presente que viaja de manera accidental al Japón feudal y se convierte en un aliado de esos seres. Ella es la reencarnación de la sacerdotisa Kikyo, fundamental en el destino de InuYasha. Entre Aome y este último hay una tensión sexual que se va incrementando con el tiempo. Todos sufren dudas de vez en cuando, se enfrentan entre sí, perciben sus flaquezas en medio de las refriegas, pero se sobreponen irremediablemente. Son personajes de un anime.

A través de ellos, mi hija percibe el placer de estar conectada a algo más grande y rico que su propia vida. Sueña con algo más complejo que los personajes de una Historia fría y lejana. ¿Por qué habría yo de negarle el derecho a soñar?

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