La calamidad en imágenes

Vecinos en el Vedado, después de que bajó el agua del mar que había inundado la parte baja de la ciudad. Foto: Buen Ayre Visual.

Vecinos en el Vedado, después de que bajó el agua del mar que había inundado la parte baja de la ciudad. Foto: Buen Ayre Visual.

Estos días no pararon de llegar mensajes: “¿Cómo la has pasado con el huracán?”. A todos debí advertir que mi Facebook permanece encendido porque no estoy en Cuba, pues de lo contrario mi respuesta iba a demorar. Lo he presenciado todo desde lejos. Esta situación me coloca en la postura del espectador, del que lo ve todo desde la seguridad de un afuera.

Cuando uno sale por ese aeropuerto, no solo adquiere sentido práctico absoluto el teléfono celular como herramienta de comunicación, sino como artefacto de la nostalgia. Ahí traes las fotos de los hijos añorados, de la mujer que amas, los teléfonos de los amigos. A la primera sensación de extrañeza y desconexión, lo tienes a mano. Pero esta vez ocurrió el desastre y yo no estaba presente. Solo puedo imaginarlo e intuirlo en sus representaciones, que de a poco iban llegando. Padecí las horas de silencio, rastreando los mapas del National Hurricane Center y los reportes del tiempo subidos a YouTube. Me despertaba de madrugada para darle a girar a la bolita del Gmail, a ver si cargaba algún mensaje repentino que me pusiera al tanto de mi familia en La Habana. Mientras, estuve emitiendo partes del tiempo a diestra y siniestra por si eran útiles a cualquier inadvertido.

Lo más paradójico de ver el desastre desde afuera, no obstante, ha sido tener que conformarse con las imágenes. Con las fotos, las anécdotas, los videos, las coberturas de prensa, las declaraciones oficiales… del cataclismo llega un ruido sordo y en segundo plano, un amasijo de dichos y desmentidos, de versiones e interpretaciones variopintas.

El país masacrado por los vientos y el oleaje, su pobreza acumulada ahora desnuda, el dolor que deja la destrucción, emanaba de las primeras instantáneas. Poco impedía creer que había ocurrido el bombardeo nocturno tan temido, el cual esperábamos en los 80, una época cuando todo el mundo sabía dónde quedaba el refugio antiaéreo más cercano. El país ahora parecía reducido a la costanera inundada de la ribera capitalina, que los fotoreporteros profesionales y toda clase de informadores por cuenta propia recorrían con curiosidad, testificando lo inusual del panorama y sus secuelas. Del resto del país escaseaban las imágenes, que venían en un goteo lento.

Irma en el centro de La Habana

De ese repertorio inicial, que el amanecer colocó ante la sobrecogida percepción pública, una imagen captó el interés: un grupo de gente, las piernas sumergidas hasta la rodilla en el agua, jugaba dominó con la misma despreocupación de siempre, en medio de una de esas calles inundadas de Centro Habana. Las reacciones generalizaron una sensación de asombro: la inercia del vivir-por-vivir, la indolencia propia del carácter nacional se explayaba en medio de una circunstancia excepcional; la República de los aseres seguía su día a día como si nada.

Esta percepción vino a ser confirmada por un video posterior: un grupo de gente, sobre todo niños y mujeres, improvisa un bailón en medio del agua sucia, bajo la letanía pegajosa de hasta que se seque el Malecón. Enseguida, una empresa turoperadora usó esa imagen en una campaña relámpago para señalar que allí todo sigue igual. Y si la gente más jodida no se arredra ante el desastre, a qué temer el turista divertido.

Foto: Juvenal Balán.
Foto: Juvenal Balán.

Este periodo de las representaciones duró poco, si bien provocó un alud de comentarios y discusiones de toda índole. La nación obligada a vivir en condiciones de pobreza, como cualquier país subdesarrollado, exhibía su fauna moral, su daño antropológico. Las imágenes permiten corroborar lo sabido: el caos del carácter inunda el paisaje como esa agua de mar, y se entremezcla con la calle sucia, la basura sin recoger y el hedor de los tragantes.

Mas, alguien advirtió acerca de un detalle nada sutil: la foto de la mesa de dominó en medio del cataclismo había formado parte de una composición fotográfica bien diferente; en vez de recortar de la realidad el fragmento de los individuos despreocupados, el fotógrafo había encuadrado esa escena al fondo, en el segundo plano de la visión donde un grupo de personas recogían desechos y trataban de destupir los tragantes de la calle. Desde semejante perspectiva, la composición adquiría carácter de contraste, no de afirmación categórica. El fotógrafo asumía así una tarea de orden moral, señalando la existencia de un segmento de la nación –cuatro tipos y un dominó– que preferían conducirse de manera egoísta mientras otro grupo buscaba darle solución colectiva al problema general.

De manera que tanto el gesto inicial que dio lugar a la imagen como a su posterior reencuadre y recortado obedeció a la misma lógica: ofrecer un punto de vista, una interpretación de los acontecimientos que sirve a diferentes agendas, pero que coincide en la percepción de un estado de cosas que se nos ofrece como alegórico. Tanto quienes han opinado que la chusma va a permanecer sentada esperando que le resuelvan los problemas como quienes consideran que no conducirse con solidaridad es deleznable, sobre todo en circunstancias extremas, ofrecen un punto de vista, una perspectiva de lo real muy concreta.

Ello, valga recordarlo, es atributo básico de la fotografía. Una imagen fotográfica reúne en sí misma la manifestación contradictoria de dotar de existencia, de visibilidad y de realidad, a un acontecimiento observado objetivamente, y al propio tiempo, de ofrecer una perspectiva subjetiva de ese hecho. Lo advierte Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás. Pero, a continuación, subraya que una imagen sin el correspondiente anclaje a su contexto, sin un relato, sin un pie de foto, es apenas una imagen a secas; el vínculo a la circunstancia específica que la explica es lo que la dotaría de historicidad y, por tanto, de significado político. Ante la imagen importa tanto lo que representan como las intenciones de quienes las producen.

De ahí que una segunda imagen aparecida durante estas jornadas adquiera un significado especial. En ella, un niño pequeño, sin camisa, atraviesa un paraje desolado bajo la llovizna abrazando un busto de Martí. Alrededor de esta fotografía se ha producido un clamor nacionalista que invoca el legado de la larga duración histórica y su conexión con el presente de la gente humilde. En la mayoría de las publicaciones se ha hecho un reencuadre que privilegia la imagen del pequeño y su carga, aunque la composición original lo coloca dentro de una perspectiva mucho más amplia, la de una calle del poblado de Punta Alegre, fuertemente azotado por el huracán Irma. Su autor ha dicho que iba tomando instantáneas con una lente larga cuando la figura menuda invadió el encuadre; súbitamente, el fotógrafo vio una imagen única y obturó.

Foto: Yander Zamora.
Foto: Yander Zamora.

Me gusta recordar aquella precisión que hacia Roland Barthes en El grado cero de la escritura: en la primera lectura que hacemos de un texto solemos leernos a nosotros mismos. Refractamos nuestras preocupaciones y ansiedades ideológicas concretas sobre la piel de la trama simbólica ajena. En cierta medida, leemos lo que queremos. O más exactamente, lo que podemos. En esa dirección, la fotografía, que es una huella localizable –siempre y cuando no suponga una falsificación– de algo que estuvo ante la mirada del fotógrafo en el instante del registro, tiene la cualidad de provocar la reacción emocional en cierta dirección inesperada, o de reafirmar nuestros prejuicios.

Lo singular de la actual circunstancia cubana es que estamos ante fotografías que concitan sobrecogimiento y dolor. Aunque no se trate de escenas de una guerra, a pesar de que no vemos cadáveres sino algo más irracional y cruento, como es la furia de la naturaleza, la verdad de las representaciones dispone el escenario para una discusión que supone divisar paradigmas y conjeturar el estado real de la nación. Una foto es poco más que una imagen a secas sin esos atributos que le sobreimpone la mirada ajena; o sea, los que estamos fuera y hacemos de lo mirado un continente donde sembrar nuestros anhelos y nuestros miedos también. Dice Sontag: “La fotografía ofrece un modo expedito de comprender algo y un medio compacto de memorizarlo.” Y a seguidas: “Quizás se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión.”

Importa, a partir de esas fotos, la reflexión que hagamos. Una que no olvide que esas imágenes comprenden el destino de gente real, concreta, con nombre y apellido, gente que no está ahí solo para ser mirada, sino que acaso nos pide solidaridad, la mínima solidaridad que supone ponerse en el lugar del otro, aunque seamos tan distintos. Porque su dolor ante la calamidad es una sensación que no podremos entender, que no nos cabe pensar, o siquiera imaginar, porque no lo sufrimos, porque no estuvimos allí.

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