Niños en las pantallas

En el largometraje cubano de ficción de los años recientes menudean los niños como personajes protagónicos. A partir de Habanastation (Ian Padrón, 2011) y hasta Conducta (Ernesto Daranas, 2014), pasando por Y sin embargo… (Rudy Mora, 2012), Pablo (Yosmani Acosta Martínez, 2012), Cuba libre (Jorge Luis Sánchez, 2015) y, este verano, Leontina (Rudy Mora, 2016) y Esteban (Jonal Cosculluela, 2016), los conflictos dramáticos se depositan en esos sujetos indefinidos, en formación.

Ello es inédito para el cine nacional. La producción del cine del ICAIC tuvo en los personajes femeninos el centro de representación y de elaboración simbólica de sus alegorías nacionales durante el período fundacional. Practicamente todo el cine de Humberto Solás, parte del de Manuel Octavio Gómez y casi la obra íntegra en la ficción de Pastor Vega, encararon sujetos femeninos.

Hacia la década de 1980, los jóvenes pasaron a ser el modelo dramático favorito. Estos aparecieron no solo en el cine, sino en una larga lista de producciones culturales de ese periodo, como centro del cuestionamiento a la moral vigente. Títulos como La vida en rosa (Rolando Díaz), Papeles secundarios (Orlando Rojas), Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres) y, hacia los 90, La ola (Enrique Álvarez), Amor vertical (Arturo Soto), entre otras tantas, manifiestan agendas autorales que buscan sugerir una perspectiva interesada de las cuestiones de su tiempo.

Pero, ¿a qué vienen ahora los niños al cine cubano?

Los niños en posición de héroes suelen obedecer dentro de la historia del cine a una agenda sensiblera, que busca la identificación emocional fácil del espectador, y que ocurre casi siempre desde la lógica del melodrama y la comedia. En casos de mayor interés, aparecen dentro de relatos que optan por comentar el estado de cosas histórico, una época traumática y de crisis de valores. Pienso en Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948) y Los 400 golpes (Francois Truffaut, 1959) como ejemplos paradigmáticos.

Asomarse a una época a través de la mirada de un infante permite contar con un sujeto dramático especial, todavía no terminado por la cultura, que observa desprejuiciadamente cuanto le rodea, que apenas juzga, y que accede a la experiencia social directa casi desnudo. Esto, que actúa como coartada apropiada para burlar la censura, deslizando comentarios críticos de otro modo inaceptables, sirve además como retablo privilegiado para asomarse a tiempos turbulentos e inciertos. Y opera identificando al espectador con esa mirada cristalina, ingenua acaso, lo cual permite impactar su posición moral desde múltiples direcciones al unísono.

En las películas cubanas con niños estas ventajas son bien aprovechadas. El ejemplo más patente del cine nacional en 2016 es Cuba libre, que trae a una pareja de amigos enfrentados al distanciamiento en medio de una atmósfera cambiante. Uno de ellos tomará partido por su padre ex mambí mientras las tropas estadunidenses ocupan la isla, mientras el otro asumirá una posición colaboracionista y aceptará la tutela paternalista del invasor.

En ello se asemeja a Habanastation, donde el conflicto obedece a razones de posición social de orden clasista: dos niños de universos sociales diferentes, aprenden uno del otro mientras comparten una serie de peripecias. Mas, aquí el texto dramático quiere limar las diferencias entre universos sociales a través de una actitud conciliadora, que subraya y busca promover la solidaridad.

Con Esteban nos situamos ante un formato nuevo para esta clase de tratamiento de la infancia: la feel good movie, allí donde habrá un final feliz, los valores del héroe positivo prevalecerán, no importan los obstáculos que deba sortear, y el espectador acabará enjugando una lágrima conmovida. Se trata de una clase de melodrama determinista y moralizante, que se da fácil y no deja resquicios a la ambigüedad. Sus anécdotas son en general simples y sin demasiado borde alegórico, como es el caso.

El niño protagonista de este largo no tiene demonios como el Chala de Conducta. Esteban es un muchachito decente, callado y tierno. Si bien crece solo con su madre, en un ambiente de estrechez material y difícil supervivencia, la película lo considera como un sujeto ejemplar debido a su aspiración moral. Él insiste en que no quiere ser como su padre ni como su madre, y descubre repetinamente que su verdadera vocación es convertirse en pianista.

Esta clase de discurso terapéutico tiene un impacto inmediato sobre el público cubano, ávido de modelos ejemplares y de un cine que le hable claro y directo a su emotividad. Un cine con moraleja; en este caso: persigue tu sueño, no importan las mezquinas exigencias del día a día. Ello parece echar luz sobre una época de incertidumbre y carente de proyectos trascendentales.

Esta reacción se hizo evidente en el estreno de Conducta. Participar con el público en la exhibición de esta película dejaba percibir el efecto de catarsis y sanación simbólica que su relato provocaba en la mayoría. Porque el cine cubano casi siempre ha tenido esa capacidad de operar como manifestación de imaginarios que hablan a nombre del país, de saber detectar asuntos esenciales de lo público. Con Esteban sucedió algo semejante, a menor escala (no se olvide que tuvo un estreno reducido, aunque la promoción a través de la televisión de varios trailers la convirtieron en una de las primeras producciones independientes cubanas que gozan de semejante privilegio).

No es un dato menor aquí la sintonía entre el largo de Daranas y Esteban. El más visible, la reiteración de Yuliet Cruz en el papel de la madre. Pero hay otro más decisivo: la función central del mentor en la evolución dramática, pues en ambos casos el rol del maestro, del educador, es decisivo.

Observar la función del personaje y su caracterización dentro del relato es fundamental para entender lo que las artes de la representación quieren decir aquí y ahora. En Conducta, la maestra Carmela es, además del personaje central, quien cuenta en primera persona la historia de la película al espectador. Allí la escuela es un escenario decisivo, si bien cobra una fuerte función antagónica.

En Esteban, en cambio, la escuela está minimizada, es apenas un ambiente secundario. El preceptor no tiene una función moral iluminadora, pues se trata de un viejo cascarrabias, solitario, con un pasado oscuro. Más bien, el personaje que interpreta Manuel Porto actúa como facilitador de ese don que detecta en el niño, su excepcional capacidad para ejecutar un instrumento musical. Es un mediador cuya función es despertar, alentar, empujar.

Detrás de esa construcción está un tema nada menor del cine cubano de hoy: la cuestión de los legados. El patrimonio que dejaremos a los que se quedan vuelve a aparecer aquí, teñido por las soluciones melodramáticas y los giros sensibleros de la trama. Porque Esteban es simple, pero no simplona. No promete llegar más lejos que esa versión tierna y sin glamour de Nace una estrella.

El nuevo héroe individual del cine cubano persigue su ideal, el suyo. No es más el héroe para la sociedad, que se sacrifica por los otros. El niño del cine cubano no contiene la promesa de un futuro prometeico, sino la de un sujeto que aspira a realizar su utopía personal. Los realizadores de Esteban, por ejemplo, pudieron encontrar el camino expedito para su proyecto cuando el músico Chucho Valdés decidió apoyarlos. Porque la vida copia al arte, no viceversa.

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