¿Para qué sirven las imágenes?

Son multitud. Brotan como géiseres intempestivos siempre que hay un desastre o una calamidad. Uno se convierte en espectador de las catástrofes cada vez que aparecen esos reflejos oportunistas. Porque debería haber un contrato entre las imágenes, la muerte y el dolor.

Si una imagen es un intermediario entre algo remoto y su espectador, las imágenes de lo terrible son también una forma de aproximar eso que no padezco, que no sufro.

El accidente del vuelo DMJ 972 que se dirigía a Holguín el viernes 18 de mayo, me devolvía esas preguntas: otra vez las imágenes de un siniestro ante el cual el orden racional se quiebra. Este ha sido un evento atendido de manera excepcional por los medios de difusión cubanos.

Parte de la tradicional jerarquía de administración de lo visible (caracterizada por la demora en ofrecer la versión oficial de los hechos, la editorialización de los informes públicos, el control sobre las fuentes y los matices del tratamiento informativo) se vio asediada por la atención inaudita que ha merecido el suceso, y por los matices que adquirió, sobre todo en los reportes alrededor del dolor de los familiares de los fallecidos.

El siniestro llegó a todo el mundo que quiso atender. Vimos multitud de imágenes de dolor y de impotencia, así como de tortuosa incertidumbre. No podría decir ahora mismo si esta sesión de duelo nacional ha sido un espectáculo mediático o una nueva manera de percibir el dolor.

En los noticiarios de Cuba, el dolor casi siempre fue parte de la producción de lo heroico (la rabia ante el atentado contra el avión de Barbados; la jornada luctuosa que acompañó a la Operación Tributo; el retorno de las cenizas de Ernesto Guevara y los miembros de la guerrilla boliviana; las exequias de Fidel Castro…). No recuerdo otro momento de administración mediática del dolor como este que acabamos de vivir, y que va a durar aún más, mientras sigan apareciendo evidencias de la investigación en marcha y termine de aparecer un veredicto. Nada asegura que este dolor y sus consecuencias vayan a extinguirse pronto.

Pero hay un dato diferente en esta coyuntura: las imágenes del accidente registradas por los curiosos que asistieran al lugar del siniestro.

Este desastre ha ocurrido bajo la mirada pública, dada la proximidad a zonas pobladas. Y, junto con los socorristas, han hecho acto de presencia los fisgones. Llama la atención que, de conjunto con la policía, los bomberos y las autoridades, en esas imágenes abunden los sujetos cuya función central es grabar la escena. Algunos, incluso, refiriendo sus aspectos más atroces: cuerpos troceados, cadáveres calcinados, seres humanos sin vida con aspecto inenarrable. El horror.

Estas impresiones de testigos me hicieron recordar la expresión de Virginia Woolf en Tres guineas (1938) ante la imagen de cuerpos indescifrables: se le hacía difícil distinguir el tema, así de absoluta era la destrucción mostrada. Pero hay una diferencia esencial entre aquella y esta visión: Woolf hablaba de fotografías tomadas durante la carnicería de la Guerra Civil española; lo criminal de la guerra, en todo caso, provoca rabia y repudio. Pero, ante la imagen de un desastre absurdo e inexplicable, frente al que no queda más respuesta que la estupefacción, ¿qué hacer?

No habían pasado diez días del siniestro aeronáutico y llegaron otras imágenes terribles, también en video: en medio de las inundaciones por intensas lluvias en Sancti Spíritus, el desbordamiento del río Zaza es grabado desde un puente sobre aguas tormentosas. En el encuadre, enfrente, aparece otro puente donde curiosos juguetean. De improviso, la estructura se desmorona, unas jóvenes escapan milagrosamente de caer al torrente, que las habría hecho perecer sin remedio. La reacción al otro lado de la cámara es: “Esto sí es Historia. ¡Ahora sí has filmado tú algo grande en tu vida!”. Fue calificada en algunos servicios de noticias como “la imagen más impactante” de esta última jornada de desastres.

https://www.youtube.com/watch?v=qy0yTLe9m3Q

La primera respuesta generalizada ha sido pronunciarse sobre las imágenes y sus ejecutores: la gente que se acerca al desastre celular en mano, que es capaz de aproximarse obscenamente al cadáver insepulto, a la materia deshecha de forma indescriptible con el único propósito de obtener registro de lo insoportable, debería ser calificada, a falta de frase más exacta, como un monstruo moral.

No obstante, Susan Sontag nos recuerda en Ante el dolor de los demás (2003) de nuestra fascinación por lo repulsivo. “Se sabe que no es la mera curiosidad lo que causa las retenciones del tráfico en una autopista cuando se pasa junto a un horrendo accidente de automóvil. También, para la mayoría, es el deseo de ver algo espeluznante. Calificar esos deseos como “mórbidos” evoca una rara aberración, pero el atractivo de esas escenas no es raro y es fuente perenne de un tormento interior.”

Cuando leemos este texto en las clases de cine, mis alumnos y yo, siempre lo relacionamos con la actitud del que filma ante el padecimiento ajeno, con esa tenue línea entre el testimonio solidario, el cine como instrumento de denuncia y la pornografía del sufrimiento. Una tenue línea existe entre todo ello, insisto.

Porque la primera respuesta ante estas visiones es de orden moral. ¿Tiene alguien el derecho a filmar esas imágenes? ¿Tiene siquiera el derecho a mirar? Sabiendo ya que hay una relación directa entre quien graba y lo grabado, así como la existencia inevitable de una nueva ecología de las imágenes en una época donde no existen barreras entre lo privado y lo público, queda articular una manera de examinarlas que nos permita aprender quiénes somos ante el horror. Pues, subrayo, mientras unos filman casi en éxtasis los cadáveres, otros, como atestiguan los videos registrados por esos mismos mirones, salvan a un sobreviviente o ayudan a contener las llamas.

En Cuba debemos acostumbrarnos a que nunca más estaremos protegidos del todo ante imágenes que no nos devuelven una idea edificante de quiénes y cómo somos. Ninguna disposición regulatoria podrá evitar que las veamos. Porque, en otros contextos, las imágenes de lo insoportable y de lo prohibido sirven y servirán además para denunciar un crimen o un abuso. Para, entre otras cosas, dejarle saber al poder (en su dimensión más secreta: un marido que maltrata a su esposa; en la más pública: la violencia del discurso político sobre la ciudadanía) que no actúa sin consecuencias. Pero también, que aunque inventemos una especie de antropología visual de lo siniestro, no estaremos más a salvo por ello de las manifestaciones de lo monstruoso.

No hace mucho, bajo otra avalancha de imágenes, las que siguieron al paso del huracán Irma y sus secuelas sobre Cuba, tuve que detenerme a pensar en los usos públicos de las imágenes del desastre. Primero porque tenía que hacer algo con el dolor y la impotencia que me provocaban esos registros del padecimiento ajeno. Porque, concluía en aquel texto, las imágenes –si es que algo podemos hacer con ellas– sirven para pensar y luego actuar: sirven para pensar antes de actuar. Porque, cuando en las aparentemente inofensivas clases de cine examinamos las imágenes del dolor, siempre aspiramos a convertir el “tormento interior” que nos causan en mecanismo de reacción ante ellas, y más todavía, ante las realidades que evidencian. Hay que insistir en que la exigencia de ser responsables no resta a la obligación de hacer algo al respecto.

Hoy tenemos más imágenes que nunca para pensar.

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