Un techo lánguido con mucho cielo

Grabación de "El techo". Foto: Juventud Rebelde (cortesía de Patricia Ramos).

Es fácil detectar en los largos de ficción cubanos de 2016 una reiteración de alegorías de confinamiento. De crónicas del encierro, explícito o aludido. El escritor censurado de Santa y Andrés experimenta una libertad bajo vigilancia. Asimismo, los descartados de Últimos días en La Habana producen un mundo precario en su apartamento de Centro Habana. Su exilio es interior, pero mientras que el enfermo de SIDA vuela lejos en sus sueños, su compañero solo aspira a irse de Cuba. Los amantes en suspenso de Ya no es antes tienen una noche para ajustar cuentas, encerrados en un apartamento de microbrigada, y si bien al final salen a la calle, la cámara (y nuestra mirada) tiene que contentarse con observarlos desde el balcón. Y los actores de Sharing Stella evolucionan en un encierro particular, hecho de pliegues diversos.

El techo, la opera prima de Patricia Ramos, es quizás la propuesta que mejor articula ese confinamiento paradojal. Sus protagonistas, tres jóvenes habaneros que se reúnen en las azoteas de sus viviendas a matar el tiempo y a compartir aspiraciones, viven la mayor parte del metraje al aire libre. La generalidad de los planos exhibe un fragmento de horizonte, un territorio ancho y extraño sobre el que se pierden las miradas. Yasmani, Anita y Vito se la pasan alucinando, tejiendo quimeras. Son tres soledades que remiendan la precariedad de sus universos emocionales en el territorio de ensayo de una solidaridad que los vincule a algo trascendente.

La película de Ramos se extiende alrededor de los diálogos que sostienen los tres protagonistas. En tales intercambios aparece invariable la incapacidad para proponer perspectivas de salida a su situación existencial, la consiguiente frustración y el inevitable empleo del humor como evasión. Los muchachos discuten sus asuntos, comentan los sucesos del universo que les rodea, debaten ciertos ejemplos de éxito social y personal. Vito es quien mejor articula un proyecto: encontrar una hipotética línea familiar siciliana que le permita reconstruir su memoria y conocer el mundo. En todos se manifiesta la tensión entre la permanencia física y sicológica en lo propio y la ansiedad por lo ajeno. Los techos, las paredes, las azoteas circundantes comienzan a operar como anclajes ásperos, y el cielo y los horizontes lejanos, como objetos de deseo.

Un dato significativo es la ausencia de tutores, de paradigmas concretos: la madre de Vito está de misión en Venezuela y él vive con la abuela; la de Anita está de visita en Miami, a cargo de su propia progenitora enferma; mientras que la de Yasmani ha muerto, y él convive con un padre que se manifiesta renuente a abandonar la cama y el estatismo de su existencia, “para no gastar dinero”. El techo pone a funcionar los resortes comunes al costumbrismo del cine cubano de inclinación vernáculo realista, pero lo hace eligiendo un enfoque oblicuo, que aspira a activar un comentario universal de un escenario local y para ello le sirven sus propias obstrucciones dramáticas y escénicas.

Patricia Ramos mira La Habana desde El techo

El ritmo pausado y contemplativo del primer acto de El techo permite sumergirse con placer escópico en el mundo afectivo de los personajes. Patricia Ramos maneja con seguridad los matices necesarios para producir procesos de identificación sin “guionazos” indeseables. Y para moldear caracteres dibujados como apuntes, con una amabilidad acaso por momentos excesiva. Pero la consideración con que trata a sus sujetos dramáticos, trasparentes y casi limpios, trabados entre la vida que tienen y las aspiraciones que los mortifican, produce una paz cargada de piedad moral que permite al espectador percibir a todo recaudo un teatro de dilemas éticos examinados a través de un ámbito de valores privados.

Ello permite sugerir la superación del modelo regente del cine cubano costumbrista (en esta película, como también en Últimos días en La Habana) y su sustitución por un borrador de cine terapéutico menos concentrado en el repertorio de relativismos morales de la ética del superviviente. Películas recientes como Esteban (Jonal Cosculluela, 2016), Venecia (Kiki Álvarez, 2015) o mucho antes Conducta (Ernesto Daranas, 2013) dibujan la huida de ese modelo de representación trazado alrededor del realismo sucio y la sátira social para cargar las tintas sobre los dilemas de una eticidad frustrada. A diferencia de otros tiempos en el cine cubano, en muchas de estas películas el sujeto ejemplar está atenuado o relativizado, pero los guiones trazan una aspiración imposible que se transforma en detonante del conflicto dramático. En todas, no obstante, el antagonismo lo ocupa el contexto social y las reglas que rigen los destinos de la gente.

En el caso de El techo, la fábula sensitiva que enhebra tiene un segundo momento de despliegue cuando los personajes deciden emprender sobre la realidad una de las probables soluciones a sus problemas (económicos). Para ello, inauguran una pizzería. De allí en lo adelante, el tono contemplativo muta, suplantado por un relato de peripecias y sucesos que abren el universo de intercambios a otros personajes y complicaciones. La densidad existencial se disipa, así como el repertorio de gamas emocionales. El tono de la puesta en escena pierde brillo, se vuelve funcional. Y con menos tiempo de elaboración del necesario, se precipita un desenlace que requirió mejor tejido, otros matices.

Patricia Ramos pone en evidencia con El techo a un tiempo las fortalezas y las debilidades de la producción independiente en Cuba. Con pocos recursos y experiencia, más un diseño de producción frágil, la puesta en escena dependió demasiado del azar, de la contingencia no del todo bien resuelta. El trabajo con los actores, que debió consumir parte considerable de la inteligencia expresiva del proyecto, se vio afectado por la omnipresente casualidad. Ello se advierte en el esfuerzo sobre los protagonistas, en desmedro de intérpretes secundarios que tienen un desempeño muy desigual. Hasta cierto grado, El techo padece de la maldición consustancial a las producciones pequeñas, que deben aspirar a obtener un nivel de complejidad alto con apenas lo mínimo. El esfuerzo general de realización parece haber desgastado, hasta casi dejar sin fuerzas, una puesta en escena que luce agobiada por lo complejo de la tarea.

De ahí que El techo luzca como una tentativa desbalanceada de proponer un examen de la condición moral del presente. Acaso el cine cubano reciente haya (para escapar de la fastidosa ambición de trascendencia) rehuido los relatos totalizadores y de ambición fabulosa, para refugiarse en las historias-de-todos-los-días; pero no debería, por omisión, recalar en la autoindulgencia. Porque la fábula aquí termina conciliando las diferencias entre unos personajes a los que la directora-guionista trata con una compasión maternal: Anita y Yasmani se acaban descubriendo más allá del aprecio infantil y el apego fraterno. Mientras que Vito ha realizado el sueño de irse a Italia, a ellos se les revela que su realización existencial está allí mismo, a su alcance.

El plano final, sentados al borde de una azotea, otra vez fantaseando con emprender un negocio propio que les garantice una subsistencia digna, tiene el vértigo del salto al vacío. Ese universo fabular posee una moraleja tenue que nos implica a todos y que conecta a El techo con las alegorías nacionales que también pululan en el arte cubano: somos lo que decidimos hacer con nuestro tiempo y lugar en el orden de las cosas.

 

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