“Villa Rosa”: un enclave político

Adela, “la Delegada”, cuyo nombre civil es José Agustín. Still del documental "Villa Rosa".

Adela, “la Delegada”, cuyo nombre civil es José Agustín. Still del documental "Villa Rosa".

Uno se ha ido habituando a que en los relatos de la cultura artística que tematizan la diferencia sexual, los sujetos homosexuales se inserten en ambientes de confinamiento. Ya se trate de instituciones de control que abordan la homosexualidad como patología que debe ser aislada del cuerpo “sano” de la sociedad (el hospital o sanatorio para el enfermo de SIDA; la cárcel; el reformatorio…), o en territorios fuera de la visibilidad social (el lugar de cruising o ligue, en general aislado u oculto; el cabaret; pero sobre todo la noche y sus múltiples veladuras), el homosexual es paradójicamente expuesto a través de la invisibilización.

Esa neurosis de inexistencia pesa como manifestación del repudio que se le profesa. Hay una obsesión con el cuerpo sobre-sexualizado, con el ser lábil dispuesto al goce abierto, dado a una forma libidinal “perversa”, al que se desea y odia al unísono. En ese ser mutante –sobre todo en el transgénero– se manifiesta lo reprimido del orden patriarcal y su obsesión con lo acabado, lo fijo, lo definible.

En Cuba, un homosexual manifiesto suele ser considerado un emblema insoportable. Las culturas de la masculinidad nacional son sometidas a prueba cada vez que el nacido varón manifiesta inclinación por aquello tenido por delicado, grácil. La idea misma –que atraviesa la cultura de la revolución socialista– de un país viril e indoblegable que se prepara para la guerra con su enemigo histórico celebrando la dureza de carácter, consideraba inaceptable la “ambigüedad antropológica” del gay.

En plenos años 60, Nicolás Guillén se quejaba de que “algunos compañeros” consideraran ofrecer los buenos días, comportarse con cortesía o preocuparse por la apariencia personal, como “debilidades pequeño burguesas”. Según su parecer, ser revolucionario tenía que implicar necesariamente un carácter amable y educado, nunca lo contrario.

Este conflicto se mezcla en Cuba con la fuerte tradición de una cultura falocéntrica. En la ciudad donde nací, en cierta época se tenía por motivo de orgullo el haber sido considerado “el pueblo más bebedor de Cuba”. El primer y máximo ritual de paso entre los varones de la familia de mi primera esposa consistía, a la hora de admitir al recién venido al redil de sus hembras, en poner ante sus ojos un vaso de ron y vigilar que fuera ingerido de un solo golpe. Toda la educación sentimental masculina pasaba por producir un sujeto homófobo.

Dentro de las culturas de disciplinamiento del cuerpo social cubano, no obstante, hay historias donde las prácticas de confinamiento de ese sujeto insoportable han manifestado abiertamente su esencia paradojal: el aislamiento funda también un estado bienhechor de seguridad y protección. De ahí que Villa Rosa sea el calificativo con que la significativa comunidad gay residente en Caibarién, al norte de Villa Clara, rebautizó un poblado adonde han ido a refugiarse y a encontrar cobijo.

Villa Rosa (2016), el documental que Lázaro J. González ha realizado sobre ese mundo, descubre el recorte de la realidad que es Caibarién, como presunto santuario donde los personajes reconocen sentirse en general aceptados y admitidos. Esto no sirve tanto a la argumentación como para ilustrar los escenarios de socialización en que se manifiestan. El favorito aquí, la preparación y celebración final de un carnaval acuático, es una peripecia que atraviesa el relato, y comenta uno de los ámbitos donde los gays de Caibarién participan de la cultura de las parrandas, los trabajos de plaza y las carrozas, tradicionales del poblado y de la región.

Este, que viene a ser el elemento contextual que articula un argumento de los más destacables, se alimenta de otros que lo circundan. Villa Rosa funciona como un discurso de no ficción mayoritariamente de base testimonial; incluye un rosario de personajes que aportan diferentes perspectivas del asunto, quienes son entrevistados y vistos en sus tareas cotidianas. Por ejemplo, una pareja de peluqueros que comparte un hogar como matrimonio, pero cuya principal preocupación es obtener reconocimiento legal a su unión; o un transformista, cuyo sueño es obtener la profesionalización; o el responsable del taller donde se prepara parte de la vistosa parafernalia que tomará parte en el desfile.

No obstante, hay otros dos que son esenciales al trabajo de tesis. El primero es Pedro Manuel González, célebre actor que ha construido a través de largos años un sujeto dramático bautizado como Roxana Rojo, suerte de alter ego que dinamita las encarnaciones escénicas comunes a los espectáculos de transformismo al uso, al tratarse de un personaje que en sí mismo supone una metáfora de la máscara, al tiempo que vaciado simbólico de la idea del perseguido (el mito originario de Roxana Rojo indica que se trataría de una judía eslava, aplatanada en Cuba tras escapar de la persecución nazi) y que ha conceptualizado la idea de la cubana como una realidad heterogénea y doble moralista. La Rojo actúa como un narrador irónico, que atraviesa la geografía de Caibarién ataviada de rosa, pedaleando una bicicleta y desgranando textos riquísimos en sarcasmo. Pedro Manuel, por su lado, se revela como promotor literario y ciudadano líder de opinión dentro de una comunidad con muchos signos de autoconciencia.

Roxana Rojo. Still del documental "Villa Rosa".
Roxana Rojo. Still del documental “Villa Rosa”.

El segundo personaje es el más singular en muchos aspectos. Se trata de Adela, “la Delegada”, cuyo nombre civil es José Agustín. Adela es el primer (y único hasta ahora, que yo sepa) transgénero cubano que fuera elegido, y luego reelecto, delegado de circunscripción a la Asamblea Municipal del Poder Popular.

Enfermera de profesión, Adela es entrañable como personaje en muchos sentidos. Primero, por el peso de su testimonio. No se puede perder de vista que la identidad del sujeto homosexual es consustancial al ejercicio testimonial: solo contando su historia, ejecutando una dolorosa confesión (en casi cada caso coinciden rechazo social y familiar, actos de represión y repudio, vejaciones de toda clase, más la horfandad jurídica), se constituye como sujeto concreto y singular. Segundo, porque a través suyo Villa Rosa exhibe la connotación especial que supone decidir contar esta historia para el cine.

Quiero decir que al hacerse cargo de los trayectos vitales de esta comunidad de seres que reconocen en Caibarién un reducto de acogida, un refugio casi, donde se sienten aceptados y comparten con sujetos como ellos mismos, Villa Rosa enuncia el carácter político de su argumento. La idea de comunidad posible, quizás más imaginada, deseada, que definitiva, emerge de este retrato de grupo. Los realizadores perciben (y el espectador lo advierte) que la singularidad del territorio que exploran tiene que ver menos con manifestar un capítulo de legitimación de eso que se sigue denominando “la otredad” (como si quien la expresa estuviera fuera de la posibilidad de ser “otro”) o de reclamo de articulación para las “políticas de la diferencia” (asunto que al cine cubano de ficción le ha tocado, sobre todo a partir de Fresa y chocolate).

El problema con semejante retrato es que buena parte de esa comunidad porta además los oropeles con que suele el cine producir comentarios sobre la autenticidad de un gueto que, a través del simulacro carnavalesco, resulta más tolerable a la mirada autoritaria. El peso de la protesta se aquieta bajo el divertido juego de apariencias. Y el peso del dichoso carnaval acuático de Caibarién resulta, para la trama, muy menor comparado con el interés profundo y la complejidad que tienen asuntos como el de la pareja gay que valora emigrar a los Estados Unidos de América para poder acceder a una unión legal. O al reclamo insistente de Pedro Manuel acerca de la inexistencia de una disculpa oficial por las políticas históricas de acoso y represión de la homosexualidad en Cuba.

Nada de esto es menor. De haberlo colocado en la médula de la indagación documental, Villa Rosa se habría convertido en un testimonio poderoso y en material de debate social primordial. Porque tales conflictos ponen en evidencia un problema mayúsculo: la adquisición de conciencia de ciudadanía de un colectivo al que no basta con tolerar, exhibir en carnavales kitsch o no perseguir, para otorgarle aquello que como seres humanos demandan para obtener la merecida dignidad: la existencia de un marco constituyente, de un aparato legal que reconozca, dote de derechos y proteja. Villa Rosa misma, su aspiración de colectivo militante, o un universo sociocultural vecino, El Mejunje de Santa Clara, son el resultado de largos procesos de resistencia.

No basta que un mecanismo institucional como el CENESEX se erija en interlocutor entre una parte de ese colectivo y el Estado; si algo manifiestan los personajes de Villa Rosa es la intuición de que la dignidad conquistada es fruto de un largo y doloroso proceso de lucha para ganar autoconciencia y del peligroso enfrentar la cara ceñuda del poder.

Uno de los rasgos específicos que pone en evidencia la tarea de representación del documental que comento es la existencia dentro de contextos de extrema pobreza de la mayoría de sus sujetos. Ello no se resuelve solamente con paliativos paternalistas, sino a través de políticas públicas muy concretas que partan de reconocer la existencia de un problema y la justeza de un derecho.

Rodaje de "Villa Rosa" en Caibarién. Foto: Cortesía de Lázaro J. González.
Rodaje de “Villa Rosa” en Caibarién. Foto: Cortesía de Lázaro J. González.

Adela es el personaje que más nítidamente ilustra este acceso inicial al empoderamiento necesario. Aunque un delegado de circunscripción sea apenas un cargo simbólico, de poco peso específico dentro de la extraña trama democrática cubana (y Adela misma no se hace ilusiones con ello), que ella lo ocupe por petición de sus vecinos es un gesto fundacional. Porque su conquista mínima fue declarar la cuadra “libre de homofobia”. Porque con ello se abre la posibilidad de producir una “reasignación de la honestidad” social, en palabras de Pedro Manuel. Y porque comenta la oportunidad latente para esa clase de ciudadanía que surge desde abajo, que se funda en la conciencia de una necesidad de actuar sobre la esfera pública desde un margen ideológico concreto. Lo cual es la base de la acción política como articulación de los problemas del común en la acción militante.

Hay un plano en que esto se conceptualiza, no obstante. Allí donde, mientras transitan por las calles de Caibarién, Roxana Rojo y Adela se cruzan; la segunda se detiene y mira a cámara. En plano general, sobre el muro a sus espaldas, una pintada borrosa del rostro de Fidel y el texto “Recio como el caguairán”.

"Adela". Still del documental "Villa Rosa".
“Adela”. Still del documental “Villa Rosa”.

No puedo dejar de confesar que Villa Rosa tiene para mí un costado de desgarramiento. Porque uno de sus personajes, apenas un sujeto episódico, es sangre de mi sangre. Cuando era niño, ese primo paterno fue origen de una leyenda negra en mi familia. Gente de campo, de poca cultura y demasiados prejuicios, el niño “flojito”, dado a la pintura y “pájaro de nacimiento”, era la comidilla de todos. Fue repudiado, estuvo preso y dio con sus huesos en la provincia vecina. Últimamente hablamos por teléfono a menudo, pero no nos vemos hace más de veinte años. Descubrir la voz que me saluda al otro lado de la línea en la pantalla, ver en su cuerpo envejecido la reminiscencia de la figura de mi abuela, me ha provocado un sobrecogimiento profundo: ha tenido que ser el cine quien volviera a reunirnos.

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