Responso laico para Fidel Castro

Fidel durante un discurso en 1998. Foto: Rafael Perez / AFP

Fidel durante un discurso en 1998. Foto: Rafael Perez / AFP

Hay una escena de mi memoria en que yo soy un niño pequeño que juega a las bolas o, quizá, a la trinchera, y me arrastro por debajo de un sillón de hierro hasta chocar con las piernas de mi madre, que, puede decirse, está sentada encima de mí, con el rostro fijo en la pantalla de un televisor Caribe o Krim 218, mientras espera por una telenovela brasileña que se demora y que, en mi memoria, no empieza nunca. La imagen tiene banda sonora, y esa banda sonora es la voz de Fidel Castro, quien desgrana en cadena nacional uno de aquellos torrenciales discursos que fueron el único suministro abundante del que dispusimos los cubanos durante los años 90.

Es ese el punto más remoto hasta donde logro rastrear a Fidel Castro en mi recuerdo, y ese instante volvió a emerger cuando mi madre llamó desde Cuba para decirme que un par de minutos antes el Presidente había anunciado en televisión la muerte de su hermano.

Entre un momento y otro se extiende esa parte de mi vida que aconteció en un mundo habitado por Fidel Castro, lo que en cierto modo equivale a decir un mundo definido con sus palabras o el reverso de sus palabras, modelado por sus gestos o el envés de un gesto suyo, movido en espirales delirantes o detenido de golpe por su fuerza gravitatoria.

Lo que digo resultaría exagerado, absurdo para cualquier forastero, aun para aquellos que reconocen la desbordada influencia internacional de su figura por alrededor de sesenta años.

Pero cualquier cubano del último medio siglo sabe que el absurdo –y sus versiones: la utopía y la miseria, el socialismo real y el sueño americano, la Zafra del 70 y la Brigada 2506– es nuestro ecosistema predilecto y que cualquiera de nosotros se siente feligrés o descarriado, ciudadano o proscrito, ángel o demonio de acuerdo con esa línea imaginaria que encarnara Fidel Castro. Cada quien, persuadido de estar en el lado correcto de la historia.

La frontera simbólica pasa por el mismo centro de su nombre. Así que unos se quedaron al abrigo paterno de Fidel mientras que los otros han sido virtualmente gobernados, y atormentados, por Castro.

Para cuando yo nací, a finales del módico decenio de los 80, él era una especie de Super-Ego andante, en botas y traje verde olivo: era la voz y la Ley de una conciencia nacional estremecida, fragmentada y, no obstante, empinada por el terremoto de su Revolución.

En tanto carne y espíritu de la Ley, razonable era que Fidel Castro no se muriera nunca. Las leyes aspiran a la eternidad. De ahí que ahora muchos anden preguntándose, pese a las advertencias del indigesto 2006, cómo fue posible. ¿No era inmortal? Lo dicho hace algunos meses, eso de que “Pronto seré como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno…”, ¿no era otro de sus retóricos pases de magia, un calculado beso de viejo torero en el cogote de la bestia y nada más?

Y, sin embargo, Fidel Castro ha muerto.

La gente se pone a vender baratijas en las redes sociales, fruslerías en modo haiku, y afirma que este 25 de noviembre se acabó por fin el siglo pasado. Desmienten por igual a Hobsbawn –cuyo “corto siglo XX” acabó en 1991– y al calendario gregoriano.

Más valdría decir que Cuba, con Fidel Castro, habitaba un tiempo paralelo, y que esa condición tal vez sea lo mismo que algunos llaman independencia, soberanía, singularidad, intransigencia revolucionaria o bien atraso, desconexión tecnológica, atrincheramiento, capricho, insularidad crónica.

Tendríamos que decir entonces que Fidel Castro fue un astro incandescente, temible, capaz de abrir una dimensión alterna donde resguardar su isla, mientras ponía a bailar un son a sus satélites en el resto del hemisferio, y más allá. Estaríamos ahora en el horizonte de sucesos de ese agujero negro que dejó al apagarse.

Según cuentan quienes lo conocieron, Fidel Castro no fue más que un hombre.

Por lo pronto digamos que, para los cubanos, su cuerpo inerte es ahora mismo el límite imaginario entre el dolor y el desenfreno de una conga. Cuba, un funeral y un guateque.

Quienes celebran hoy entregan un patético testimonio de su fracaso; sin quererlo, confirman su reaccionaria dependencia de los hechos del adversario, incluido este último pasaje, más bien ordinario, que es morir en cama a los 90 años. Permanecen cautivos.

Quienes lo lloran de cierta manera lloran a destiempo, porque la médula de lo que significó Fidel Castro en su momento culminante, el boceto de una nación plenamente humanista, original y plural, libertaria y justa, la aspiración a esa totalidad vibrante, quedó hace tiempo cancelada, yerta, hasta nuevo aviso.

Nadie puede asegurar si se debió a la obvia desmesura de su personalidad y sus actos en una estrecha isla tercermundista o a un rapto de lucidez colectiva, pero los cubanos de hace medio siglo enseguida intuyeron que convivían con, quizá, el personaje más influyente de su historia doméstica y de toda aquella época.

Azaroso privilegio.

El plan republicano de José Martí parece intachable porque quedó trunco. El proyecto martiano nos sigue fascinando por su humanismo teórico, ilustrado, pero sobre todo por el hecho lamentable de que no tuvo ocasión de desplegarlo, ponerlo a prueba, sobre el escabroso tablero de la realidad. No le fue concedido el triunfo militar y en cambio sí una muerte prematura. Martí es el santo.

Con armas simétricamente opuestas, victoria fulminante en 1959, longevidad cultivada con astucia, Fidel Castro sí alcanzó a batirse desde el poder con la ruda materia de lo real: sus equivocaciones y aciertos están a la vista, con su cuota de destinos trizados y redimidos. Su legado, entre el déspota arrogante, hechicero de pueblos, para los unos, y el portentoso guerrillero, revolucionario cabal, estadista solidario, para los otros, continuará en disputa durante los próximos mil años.

 

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