Alguien nos llama sacerdotes

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

En el Libro I del Digesto de Justiniano, obra en la que se compiló la más selecta jurisprudencia romana de siglos de creación, de respuestas, obras sobre instituciones del Derecho, comentarios, de los juristas más importantes de la historia de Roma, se lee un párrafo –el primero del primer libro de la obra– tomado de las Instituciones de Ulpiano, donde este nos recuerda que: “Conviene que el que ha de dedicarse al derecho conozca primero de dónde proviene la palabra ius (derecho). Llámase así de iustitia (justicia); porque, según lo define elegantemente Celso, es el arte de lo bueno y equitativo”.

Hace siglos que se ha olvidado que el Derecho fue considerado alguna vez el arte de lo bueno y equitativo.

La percepción de la gente que habita en ciudades, zonas rurales, edificios, aldeas, rodeados de avenidas estrepitosas o de terraplenes, es que el Derecho es el arte de mantener el poder, de regular con letras de bronce la voluntad de los ricos o los venturosos.

Nadie se acuerda de que la razón de ser de los juristas era la de ayudar a los pobres y a los menos favorecidos, y la de impedir que la violencia o el fraude se viciara sobre las relaciones humanas.

La mayoría de las personas con las que he hablado en mi vida consideran que la ley y el Derecho son la misma cosa. No es esta una mala idea. Pero la ley es solo una forma de manifestarse lo jurídico. Todavía dentro de él quedarían la ciencia que lo explica y los valores que le dan sentido, como la justicia.

El Derecho es uno en la disposición normativa –en la ley o en el decreto– y otro en la sociedad, donde llega y cambia la vida de la gente, donde paraliza, persigue, limita, impide o sana.

En nuestra sociedad casi todos piensan que el Derecho sirve para prohibir y perseguir, para cerrar las puertas de la felicidad a los que tienen que luchar por ella. Esto es resultado de una vida jurídica que ha abierto pocos canales para la autonomía individual y social y que ha preferido la coacción y el control administrativo de toda la imaginación.

Cuando las ciudadanas y los ciudadanos nos quedamos fuera de la ley, aprendemos a vivir sin ella. Cuando los trámites para resolver un problema son interminables debemos buscar una variante que nos arregle la existencia. Nadie quiere vivir, después de siglos de Estado, gobierno y política, de espaldas al orden y la paz, pero si el Derecho nos mira siempre como un vigilante, debemos aprender a burlarlo.

Se ha repetido un lugar común extenuante en las últimas décadas: estamos viviendo una crisis de valores. Pero casi nadie se detiene a pensar en la crisis de los valores del Derecho que usamos o que se usa sobre nosotros. La crisis se reduce a los valores con los que adornamos nuestras vidas. Es la gente la que ha olvidado ser sincera, honesta, pacífica y solidaria. De forma sospechosa el Derecho que norma toda la convivencia social no es juzgado por esta misma regla.

Yo creo que en Cuba existe una crisis de los valores jurídicos que empieza por la decadencia de su relación con el pueblo, su supuesta razón de ser.

Cuando el Derecho no es útil, cuando no brinda soluciones, ni acompaña a los desvalidos, ni salva a los pobres, ni equilibra las relaciones entre poderosos y menesterosos, deja de ser el arte de lo bueno para convertirse en el arte de lo necesario.

La Revolución Cubana devolvió una parte del Derecho al pueblo. También devolvió una parte de los derechos, y fundó otros que nunca habían existido. Pero las necesidades de la lógica administrativa, los ofuscamientos de la burocracia desbocada y los instintos de conservación del poder político, han debilitado la imagen del Derecho que la gente tuvo.

En la vida cotidiana los cubanos y las cubanas arreglan sus problemas haciendo uso de una cebada libreta de teléfonos, donde se encuentran nombres estratégicos de gente decisiva, desde un plomero hasta un funcionario. Los pobres y los extremadamente honestos no guardan contactos sino recuerdos, y por eso no tienen a quién llamar cuando se enredan en las patas de la vida.

Están los que sin poder llamar sí pueden comprar. La lista de las cosas y dones que se compran ha crecido año tras año. Si usted no conoce gente importante debe tener una billetera que le presente nuevas amistades o al menos que le permita comprarlas.

Pero la mayoría de la gente no tiene a quién llamar ni cómo comprar servicios y alegrías. Les queda una opción milenaria, sin embargo. La violencia ancestral que todo lo acelera y derrumba. El dolo, el fraude, la amenaza, el engaño, el abuso, que también usan los poderosos cuando se encuentran ante un muro de honor.

Los que creo mayoría no llaman ni compran, ni malversan, ni roban, no matan por comida, ni apuñalan al primero de la cola, sino que sufren, en silencio o entre grito y grito, lo injusta que es la vida.

El Derecho le ha fallado a la gente. No habla de sus cosas ni viene en su ayuda. Llama delitos a nuestra forma de vida. Llama contravención a nuestras miserias. Persigue a los ancianos que venden cucuruchos de maní y deja pasar a los que manejan personas como cosas.

Ulpiano decía en el Libro I del Digesto que porque los jurisconsultos “cultivamos la justicia, profesamos el conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo equitativo de lo inicuo, discerniendo lo lícito de lo ilícito, anhelando hacer buenos a los hombres no solo por el miedo de las penas sino también con el estímulo de los premios”,  alguien nos llama sacerdotes.

A los juristas de Cuba, a aquellos que anhelan hacer buenos a los seres humanos, no mediante el miedo que la ley enseña sino por ser compañeros de la justicia y de los necesitados de ella, se les puede llamar sacerdotes todavía.

Salir de la versión móvil